Bailemos en la oscuridad

3

Alexander

Le di un sorbo a mi whisky, ansioso por que la comida terminara de una vez. El patán, primo de Ashley, se fue sin decirle nada a Eli, por lo que ella siguió conversando animada largos minutos antes de percatarse de que estaba sola. Tomé una bocanada profunda de aire para tranquilizarme. Mi ansiedad se debía a que ella no conocía el lugar y existían demasiados distractores para que pudiera centrarse y desenvolverse con independencia como siempre lo hacía.

Sonreí cuando una jovencita —de la otra sección del restaurante— se acercó a saludarla. Debió reconocerla de cuando ganamos el World Juniors. Intercambiaron unas palabras y la chica emitió un chillido, entonces movió la cabeza de un lado al otro y cuando me encontró, levantó la mano y me saludó con entusiasmo. Le correspondí y ella volvió a chillar. En el momento en que el rostro de Eli resplandeció, mi corazón dio un vuelco y el gesto en mi rostro se amplió.

Cecilia Payne era una mujer de carácter y mi mejor amiga.

Yo odiaba su nombre. Su madre decía que la llamó así por la mujer que descubrió que el Sol se componía de hidrógeno y helio. Para mí era una crueldad que le asignara un nombre cuyo significado fuera «ciega», como si eso la definiera. Por eso le puse un diminutivo, uno que le recordara que era un regalo de Dios. Al menos lo era para mí y para mi hermana.

Estaba enamorado de ella desde los trece años. A nadie le quedaba duda de que la amaba, aunque si lo pensaba mejor, ella no lo sospechaba. Pero lo nuestro no podía ser.

Terminé mi bebida de un solo trago. Dejé el vaso sobre la mesa, apoyé los brazos en los muslos y enredé las manos en mi cabello. Cerré los ojos y vi a ese niño de trece años que se ofreció a patinar junto a ella porque no le gustó la forma en que el entrenador le hablaba. Mi madre siempre aseguraba que mi gran boca me metería en problemas.

 

En mi vida había utilizado patines y ni pensar los de hielo. Pero me paré frente al entrenador y me ofrecí porque unos días atrás ella me había cubierto la espalda con el experimento de ciencias. No tenía ni idea de que Eli había perdido la visión veinticuatro horas antes de que yo me ofreciera a patinar junto a ella.

Lo descubrí una hora después del desastre que fue patinar juntos por primera vez. Eli me ordenó que me sentara en la banca de la pista y me explicó que nació legalmente ciega. Cuando solo tenía unas horas de vida, los doctores le hicieron estudios porque sus ojos se movían de forma involuntaria, a veces era en movimientos horizontales y otras, verticales. Esa condición se llamaba nistagmo y gracias a eso fue que descubrieron la condición principal de retinosis pigmentaria, la cual provocó su completa pérdida de visión a los trece años. Antes de eso, ella podía ver si utilizaba aparatos que le agrandaran con exageración los objetos. Aunque una vez me confesó que jamás pudo hacerlo de noche o si una habitación estaba opaca, algo que nunca se atrevió a confesarle a la señora Payne.

Nos costó años acoplarnos el uno al otro, y en el proceso todos nos exigían que nos rindiéramos. Según ellos, éramos demasiado viejos para el patinaje sobre hielo, pero lo que existía detrás de esas palabras era la incredulidad de que fuéramos capaces de hacerlo por la discapacidad de Eli. Yo era un adolescente muy frustrado: en nuestra relación ¡yo era el que veía! ¡Debía confiar en mí!

A los diecisiete, Eli quería más a mi hermana de cuatro años que a mí. Un día ella nos acompañaba en la pista y de la nada se le ocurrió decir:

—Ojos.

Tapó los míos con sus pequeñas manitas. Poco me faltó para gritarle una grosería a la escuincla que se robó mi corazón al reírse de mis estupideces.

Todo lo demás había fallado, no perdía nada por intentarlo. El entrenador cubrió mis ojos y mi madre lo hizo con las paredes de la pista, pues juraba que ambos nos mataríamos en el proceso. Sin embargo, bailé con Eli por primera vez. No fue hasta ese momento que comprendí que yo no tenía que guiarla. En la pista era ella quien tenía el dominio.

Antes de eso, la ansiedad se apoderaba de mí cuando era su turno de ejecutar las posiciones. Me encontraba moviéndome con celeridad para que no se deslizara directa hacia la pared o la puerta de salida. Y con esto, lo único que lograba era coartar su movilidad, deslucir nuestra rutina e incluso provocar accidentes.

A partir de entonces, pasamos de estar en una posición sin calificación, a estar en la trecientos cuarenta y nueve, y después a la doscientos seis, y de ahí a la ciento veintitrés del país. En esos días creía que jamás llegaríamos a las Olimpiadas. Aunque un par de años después descubriría que para Eli eso no era importante.

 

Solté una bocanada de aire y al enderezarme encontré la mirada acusatoria de Ashley. Apretaba los labios en un mohín mientras el mesero dejaba un caracol frente a nosotros. En el centro había un diminuto cuenco con algún tipo de crema y junto a él, una bola blanca que asumí que recreaba una perla, aunque no estaba seguro de si era comestible.

Cuando él se retiró, Ashley se apoderó de mi corbata y soltó el nudo.

—¿Por qué no usaste el traje que te compré? Lo haces a propósito, para avergonzarme. —Le dio la primera vuelta de malos modos—. ¿Con quién estabas? La cieguita estuvo aquí en todo momento. ¿Me engañas con alguien más?




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