Bailemos en la oscuridad

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Alexander

Otra vez debía aclararle a Isa que mi matrimonio no era con Eli, aunque se lo explicaría después. Ella lo que deseaba era ver a su amiga, a la mujer con la que más cómoda se sentía. Y yo no quería acabar con todas sus ilusiones esa noche. Si era cierto que gritó en la comida, debió sentirse amenazada y asustada. La familia de Ashley era extraña para ella, pues solo conocía a mi prometida y a sus padres.

Mamá e Isa dejaron de ir a restaurantes porque nos movían de mesa —a veces hasta en tres ocasiones en la misma comida— ya que la silla de ruedas impedía el paso fluido de los camareros. Tampoco iban al supermercado, pues las personas solían pasar sobre el cuerpo de Isa para alcanzar los productos, incluso una vez le dejaron caer un par de latas encima. Y aunque sus hermanas invitaban a mamá a eventos familiares como cumpleaños, bodas y pasadías, ella rechazaba la invitación. Siempre solía suceder lo mismo que en los restaurantes: terminábamos debajo de las bocinas del DJ o los niños se acercaban con curiosidad a hacer preguntas que le sacaban los colores a sus padres.

No juzgaba a mamá. Era difícil. Estuve en el psicólogo un tiempo cuando comencé a patinar con Eli. Fue una recomendación que le hicieron a la señora Payne y ella cubrió los gastos. En esas sesiones tratábamos esa dicotomía que se creaba en ti porque alguien a quien querías mucho recibía mayores atenciones, y a la vez te sentías como escoria por pensar así. La terapia me ayudó a aceptar y amar a mi hermana cuando nació pocos meses después de conocer a Eli.

Mi mejor amiga y yo solíamos llevarnos a Isa a la pista para que nos acompañara por horas. Eso le permitía a mamá trabajar a tiempo parcial y tener un respiro para sí misma. Solía caminar en el parque, leer algún libro e incluso ir a la peluquería con tranquilidad. Eli solía bromear con que quizás en ese tiempo salía con un pretendiente.

Recosté a mi hermana en la cama y me acerqué al closet para sacar uno de sus vestidos más bonitos. Regresé junto a ella, la vestí y la tomé entre mis brazos una vez más.

Salí de la casa mientras dejaba a mamá con la displicencia dibujada en sus facciones. Coloqué a Isa en el asiento protector, que ya comenzaba a quedarle pequeño, y le ajusté los cintos de seguridad. Tendría que empezar a ahorrar para comprarle uno nuevo que fuera recetado por su fisiatra.

Rodeé el vehículo, subí y lo puse en marcha. En la radio sonaba otra de las canciones que Eli y yo utilizábamos en los programas. A Isa le fascinaban, aunque estaba seguro de que de tanto escucharlas, le eran familiares.

Después de diez minutos sobre la carretera regional diecinueve, giré a la izquierda para entrar a la zona residencial el Glebe. Cuando mi hermana estaba conmigo en el automóvil, me esforzaba en mantener la concentración y no permitía que mis pensamientos me distrajeran de su seguridad. Además, ir donde estaba Eli siempre era lo más fácil, pues era el lugar donde deseaba estar.

Giré a la izquierda en la Primera Avenida y metí el vehículo en la entrada de la cuarta casa a la derecha. Era una estructura pequeñita de dos pisos. El acabado era en ladrillo rojo y el techo, a dos aguas. En la parte superior se encontraban nuestras habitaciones con baño integrado y compartíamos un armario. En el primer piso estaban la sala de estar y la cocina. La casa fue reformada para crear un espacio abierto. El interior estaba pintado de blanco en su totalidad y se añadieron varias ventanas para que la luz del sol entrara a toda hora. En el techo había iluminación empotrada, pues era la mejor para ella. Todo estaba predispuesto para que Eli pudiera ver y se moviera con facilidad. Era algo muy difícil de explicar, incluso para ella, a pesar de que se lo escuchamos a los doctores en incontables ocasiones. Era ciega, sí, pero era capaz de distinguir la luz. El dominio que tenía de la casa era maravilloso de presenciar.

A Isa le encantaba estar ahí, pues todos los objetos en la casa apelaban a sus sentidos: el aroma era siempre agradable, los cojines de los muebles eran peludos o tenían bordados intrínsecos o borlas, las paredes también estaban cubiertas con esos materiales. En nuestras habitaciones, contra las camas, había dos edredones con diferentes telas y texturas. El tema del mío eran los Raptors de Toronto, mi equipo favorito. Eli era quien siempre encontraba algo por internet sobre ellos y lo compraba para pegarlo a la tela, ya fuera una insignia, un grabado o un bordado. La suya estaba hecha de nuestros recuerdos: todos nuestros programas, un pedazo del uniforme que utilizamos, algún boleto, objetos que al tocarlos le permitían saber al instante en dónde competimos.

Bajé la silla de ruedas color rosa de mi hermana, la armé y abrí la puerta trasera del lado derecho para sacarla del automóvil.

—Ya llegamos, linda.

Ella me dedicó una sonrisa enorme.

—¡Eli!

Cerré la puerta y halé la silla los pocos metros que se necesitaban para subir por la rampa que daba acceso a la puerta de entrada. Antes eran escalones, pero Eli decidió hacer el cambio para que Isa tuviera accesibilidad.

Sostuve la silla con una mano y con la otra saqué la llave del bolsillo y la metí en la cerradura.

—Soy yo.

Caminé de espalda hasta meter la silla por completo y me impulsé en una pierna para cerrar la puerta.

—Me preocuparía si no lo fueras.




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