Bailemos en la oscuridad

13

Cecilia

Me sobresalté al sentir la caricia ligera en el rostro y cómo su otro brazo se apoyaba en mi cadera con delicadeza. No era inapropiado, en incontables ocasiones Alex y yo estuvimos así, pero me tomó desprevenida. No estaba lista para recibirlo, porque para enfrentar a Alexander Price había que enfocarse, concentrarse y prepararse.

Él era mi mejor amigo y era algo que no debía olvidar.

 

El estúpido proyecto de ciencias fue lo que lo unió a mí. Era un experimento sencillo: perlas de jugo. Se batía agua con lactato de calcio y el jugo con un extracto de alga. Eso creaba una mezcla gelatinosa que al caer en el agua, con un gotero, formaba las perlas. Era algo divertido y comestible. Pero ese día a mi visión se le antojó tener una fiesta privada con fuegos artificiales, y los destellos iban y venían, haciéndome dudar de todos mis movimientos.

Estaba encerrada en el laboratorio de ciencias con la frustración al tope y un cabreo de primera. Las medidas debían ser exactas, si no el experimento no funcionaría. En el mismo momento en el que tiré los lentes que agrandaban los objetos sobre la mesa —pues me eran inservibles—, apareció la estrella de baloncesto escolar. Dio algunas vueltas por el lugar. Muy relajado se acercó a mí, platicó conmigo, me envolvió en su labia y le conté sobre mi proyecto. Parecía impresionado. Me pidió que se lo mostrara y yo me creí muy astuta.

—Te impresionarás más si tú haces la mezcla.

—¿Me quieres poner a trabajar? —Creí distinguir una sonrisa en sus labios.

Levanté un hombro y lo dejé caer.

—Si no te interesa, por mí está bien. Tú te lo pierdes.

Comencé a recoger mis pertenencias, en tanto suplicaba por que él cayera en la trampa… Y lo hizo.

—¿Qué haces? —Había cierta alarma en su tono.

—Me toca presentar, puedes verme junto a los demás.

—Deja todo como está.

En realidad no había movido nada. No tenía idea de dónde coloqué cada cosa y no quería hacer un estropicio frente a él.

Se paró junto a mí y lo escuché mover los utensilios y probar la licuadora, así que comencé a dictarle las medidas exactas. Lo sentí moverse durante unos minutos y cuando se detuvo intuí que había terminado.

—¿Qué te parecen?

—¡Son perfectas!

Mi exclamación fue demasiado estridente porque los destellos en mi vista no me permitían distinguirlas. Él soltó un grito entusiasmado y giré la cabeza a la derecha.

—¡Explotan en tu boca! ¡Pruébalas!

Por un instante los latidos de mi corazón se volvieron frenéticos. Levanté la mano como en cámara lenta y la extendí con cuidado, pero fallé. Por suerte, Alex pensó que estaba nerviosa porque él estaba allí. Me lo confesó mucho tiempo después, él creía que estaba colgada de él.

Alex no dudó en tomar varias y llevarlas a mi boca. Reímos, jugamos un poco con las perlas y de la nada dijo:

—Somos compañeros de experimento, ¿no?

Fruncí el ceño en tanto volvía a girar el rostro a la derecha. De alguna forma intuía que ahí era donde él se encontraba.

—¿Qué?

—Sí, bueno, te ayudé. La mitad del experimento es mío.

Comprendí que él no tenía nada para presentar y que buscó a un incauto a quien engatusar… A mí. La furia me recorrió cada músculo del cuerpo. Pretendía gritarle mientras le lanzaba la licuadora a la cabeza, si es que encontraba dónde estaba. Mas, por un instante, mi consciencia hizo acto de presencia y comprendí que no era tan diferente a lo que yo pretendía hacer: o los dos sacábamos cero y repetíamos la clase en verano, o nos convertíamos en los compañeros científicos que trabajaron juntos las últimas semanas… Y al final, ganamos el premio al proyecto que más interés provocó entre los asistentes.

Estaba segura de que esa sería la última vez que Alexander me hablaría. Ya no tenía ningún motivo para hacerlo.

Unos días después, los destellos en mi visión se volvieron permanentes. Estábamos en la pista y mamá le informaba al entrenador de lo sucedido.

—Usted comprenderá que ya no puede patinar.

Con esas palabras él borraba nueve años de mi vida, mi propia existencia. Patinaba desde que tenía cuatro, era lo que más amaba en el mundo. Quería volver a participar de las competencias y algunas veces soñaba con llegar al World Juniors, quizás incluso a las Olimpiadas.

Mamá y el entrenador continuaron con la discusión. Decidían mi futuro como si yo no estuviera allí, frente a ellos. Era como si de la noche a la mañana hubiera dejado de ser una persona, y todo por mi estúpida visión.

Me abracé a mí misma. Sentía los latidos de mi corazón acelerados y me sobresaltaba por cada sonido o cambio de temperatura. Lo único en lo que podía pensar era que la pista estaba llena y que no tenía forma de prevenir que alguien se estrellara conmigo y me provocara una lesión grave.

—¡Escuche! —La voz del entrenador sonaba atronadora—. No puedo hacer nada por ella. No patinará sola en mi pista.




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