Bailemos en la oscuridad

19

Alexander

Brandon, mi mejor amigo, y yo estábamos en la sacristía rodeados de las sotanas del padre y las túnicas de los monaguillos, además del cáliz y la campanilla para la comunión. Él y su familia viajaron desde Estados Unidos ese mismo día para acompañarme en el gran evento y fungir como mi padrino. Nos conocimos en la universidad, cuando asistí para estudiar una licenciatura en Administración de Empresas para asegurarme de no llevar las pistas a la bancarrota.

Jaloneé el nudo del lazo por quinta vez, lo sentía pequeño, a pesar de que era consciente de que el esmoquin crema estaba hecho a mi medida. Brandon volvió a levantarme la cabeza mientras refunfuñaba por mi incapacidad para quedarme quieto. Entre su esposa y él buscaron tutoriales en una página de videos. Ella le prestó un juego de sombras y nos dejó solos. En tanto, él golpeaba mi rostro con una esponja repleta de una tintura verde que cubriría los morados.

La noche anterior ya no me importó nada. Lo único en lo que pensaba era en que había puesto en peligro a mi hermana y a mi mejor amiga. Si Ashley quería molerme a golpes, lo tenía bien merecido por ser tan inconsciente. Debí pasar ese día junto a ella, eso era lo correcto. Ashley tenía razón. Era hora de que me concentrara en el presente y construyera mi felicidad junto a ella.

—Jamás imaginé que tendría que cubrir tu rostro con maquillaje, bro. Me dices otra vez, ¿cómo fue que te golpeaste?

Mantuve la mirada adelante para no enfrentarme a los inquisidores ojos cafés. Brandon tenía veinticinco años, al igual que yo. Era un negro alto que solía tener a las mujeres a sus pies, si bien desde hacía tres años él solo tenía ojos para la que él amaba, una chica muy dulce y aventurera que le sacaba canas verdes.

—Tropecé con un bulto en el hielo y me pegué con el marco de la puerta de salida de la pista.

No hubo ningún cambio en su expresión, siguió aplicando la pintura con tranquilidad.

—¿Ceci lo sabe? —Solo hasta ese momento fijó la mirada en mí y guardó silencio durante unos segundos que me parecieron eternos—. No querría que ella sufriera un accidente.

El cabrón tenía dos años de casado y su bebé nacería en un par de meses, sin embargo, en su voz todavía existía esa nostalgia al mencionar a mi mejor amiga. No tenía idea de por qué ella siempre había ignorado sus avances. Eli no era asexual, nadie lo sabía mejor que yo, solía despertar —en mi habitación— en la madrugada con sus exquisitos gemidos y terminaba por darme placer cuando ella lo recibía de sí misma.

—Lo arreglé.

Él asintió. Me pasó el estuche para que me observara en el diminuto espejo.

—Es lo mejor que pude hacer.

Me puse en pie y dejé una palmada en su hombro en agradecimiento. Todavía existía cierta sombra bajo el ojo y otras más en mi mandíbula, pero podría confundirse con facilidad con ojeras y una mala afeitada. De seguro, los invitados se lo atribuirían a los nervios por la boda.

Me encaminé hacia la salida, pero él continuó hablando:

—Sarah me dejó alquilar una Harley, ¿qué dices de ir a dar una vuelta? Nunca entendí por qué solo las novias tienen derecho a llegar tarde.

Lo ojeé por un segundo mientras acomodaba los hombros en la chaqueta del esmoquin.

—No quiero hacer esperar a la novia.

Ambos salimos y nos colocamos en nuestro lugar. Tomé una bocanada profunda de aire y la solté con lentitud. Estaba de pie frente al altar.

Mantuve los labios en una línea recta cuando los flashes de los medios de comunicación se dirigieron a mí.

La catedral me pareció inmensa y sofocante con sus cientos de columnas en imitación de mármol y el techo abovedado tan alto como el cielo, pintado en azul cobalto y cubierto de estrellas. Además de los quinientos invitados, cientos de santos, ángeles, profetas y la Sagrada Familia serían testigos de cómo le juraría amor eterno a una mujer a la que jamás podría querer como amaba a Eli.

Respiré profundo, tenía que olvidarla. La noche anterior recibí su rechazo una vez más: Eli no me perdonaba que hubiera terminado nuestra relación tan solo tres semanas después de hacerle el amor… el único tiempo en que experimenté la verdadera felicidad, pues no tenía que contenerme. La besaba cuando yo quería, la tenía casi siempre entre mis brazos y ella reía a carcajadas entre amonestaciones. Nunca nos importaron los gritos porque nos teníamos el uno al otro.

Recorrí la iglesia con la mirada. Tragué el ácido que subió por mi garganta al encontrar a Isa y a mamá en el segundo altar de la iglesia, como si no pertenecieran a mi vida y solo estuvieran ahí como espectadoras. Había alguien junto a ellas, pero no alcanzaba a distinguir quién era.

Mamá lucía un vestido de organza y seda en negro con flores azules bordadas. Algo simple pero elegante, algo que Eli había escogido sin que ella lo supiera. Mi hermana vestía un traje en color amarillo y no su hermoso vestido de paje en crepé crema y diadema con flores. Esa debió ser una decisión de mamá; podría enfurecerme con ella, pero yo era el único culpable. Isa tenía que sentirse muy desilusionada conmigo. Lo peor era que no podía hacer nada, pues mamá sería capaz de levantarse e irse.

Contuve el aliento cuando la marcha nupcial inició y los acordes de Perfect, de Ed Sheeran, se hicieron eco en cada rincón. Cuando escogíamos la canción le supliqué a Ashley que no fuera esa, pues siempre soñé con que Eli y yo la bailáramos en las Olimpiadas de invierno. Si bien no fue con ella con quien bailé.




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