Bailemos en la oscuridad

21

Alexander

Levanté la cabeza de golpe, el ácido regurgitaba en mi estómago.

—¿Papá? —Mamá pasó junto a él con la espalda recta y sin dedicarle ni un segundo de su tiempo. Si bien él la siguió con la mirada iluminada hasta que se perdió dentro de la iglesia—. No lo entiendo, papá. Para cualquiera es evidente cuánto se aman.

Él sonrió con cierta dulzura entrelazada con la nostalgia. No comprendía qué hacía ahí. No habíamos cruzado caminos en doce años, Isa ni siquiera lo conocía. Quizás era cierto eso de que en las bodas y los funerales era donde la familia aparecía.

—Tu madre es mi único amor.

Solté una bocanada de aire y volví a masajearme las sienes. En ese instante lo menos que deseaba era mantener esa conversación. En verdad no podía pensar en ellos dos y en qué causó su separación.

—Y tú el de ella, ¿por qué se separaron entonces?

Papá se reacomodó la chaqueta de su esmoquin azul marino. Él era un espejo de cómo luciría a su edad.

—Por el mismo motivo por el que ella se rehúsa a tu relación con esa muchacha.

Solté el aire, desinflándome. Me sentí como un niño cuando moví el pie sobre el suelo de un lado al otro. Me pregunté qué podría decirme que no supiera ya. Mamá detestaba a Eli, le enfurecía que fuera ciega y que deseara ser patinadora sobre hielo. Su problema no era con la discapacidad de Eli, más bien con que ella no se ajustara a la normalidad de la comunidad. Era una furia incomprensible: «Tú no vas a conseguir mejores cosas que yo porque yo he luchado por años y todavía dependo de la pensión para discapacitados y quiero que a ti te suceda lo mismo».

—¿Y cuál es, papá? Mi hermana tiene perlesía cerebral, es una niña discapacitada, Eli también lo es. ¿Por qué solo puedo amar a una de las dos?

Papá guardó silencio y me obligó a levantar la cabeza. Fijó la mirada en mí. Fruncí el ceño cuando percibí cierta arrogancia en su porte.

—Porque tu madre y yo nos separamos por tu hermana.

Sentí que el mundo dejó de existir bajo mis pies. Las náuseas me desgarraron el estómago hasta tal punto que un mareo atroz se apoderó de mi cabeza y creí que perdería el conocimiento.

—Eso es horrible.

Caminé desorientado hasta el armario en la sacristía y apoyé la frente en la madera. Pretendía robar el frío del material, un poco de sosiego para el fuego que me consumía.

—Pero es la verdad. Le supliqué a tu madre que la internáramos y que continuáramos con nuestras vidas.

Abrí la boca, aunque mi voz no funcionó. ¿Por qué me lo contaba después de tanto tiempo? Prefería recordarlo como el hombre que había abandonado a sus hijos sin mirar atrás antes que percatarme de lo que en realidad era.

—Me pareces despreciable.

Él asintió. Su mirada me quemaba la piel, me retaba a mostrarle que estaba equivocado. Pero comprendí que era algo imposible, que además no era mi responsabilidad. ¿Por qué tenía yo que cargar con sus culpas? Tenía suficientes con las mías.

—Jamás proclamé ser perfecto. Tu madre es una mujer formidable, ¿por qué tiene que vivir la vida que lleva? ¿Por qué tiene que sacrificarse del modo en que lo hace? Yo estoy dispuesto a darle a Isa el mejor cuidado del mundo.

Levanté los puños y los golpeé contra el armario. En mi interior existía un desasosiego que me hacía arder. Quería gritar, revelarme, escapar. Hacer algo y, sin embargo, por algún motivo me sentía atado, incapaz de liberarme.

—Lejos de nosotros, las personas que la aman incondicionalmente. ¿Para qué? ¿Qué te impide ser feliz con ella junto a ti?

Lo miré y él pareció engrandecerse. Su desdén hacia mi hermana emanaba a raudales. La amargura estaba presente en cada uno de sus movimientos.

—Verla me impide ser feliz. ¿Por qué arruinaste la vida que ibas a tener? Será una decisión que lamentarás en cinco años, cuando tengas que llevar de la mano a tu hijo ciego.

Una risa ácida burbujeó en mi pecho hasta escapar.

—Tengo dos manos, padre. Y una mujer extraordinaria junto a mí. —Mis dientes rechinaron. Quería que se largara ya.

Él ladeó la cabeza, y por algún motivo comprendí que aún no me daba el golpe mortal. Yo era su enemigo. También para mis padres era yo el que estaba mal.

—¿La misma a la que tienes que mirarle el papel de baño usado para saber si está en su periodo? ¿Esa mujer? ¿Es esa la vida que quieres?

Me lancé sobre él, agarré su camisa entre los puños y lo empujé. Tuvo que dar dos pasos atrás, pero su mirada seguía fija en mí, provocándome.

—¡¿Quién te dijo eso?! ¡Es privado, padre!

Metió las manos en los bolsillos ¡sin bajar ni por un segundo la maldita mirada!

—Tu madre me llamó, estaba angustiada por ti.

Me tambaleé hacia atrás ante sus palabras. No podía creer que mamá me traicionara así. Fue un momento de debilidad. Me sentía perdido. Eli y yo fuimos solos a Milán. Según nuestras madres, si nos considerábamos adultos para tener relaciones sexuales, también lo éramos para enfrentar los otros aspectos de la vida.




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