Bailemos en la oscuridad

22

Alexander

Le agradecí a mi padre cuando se marchó, pues las piernas ya no podían sostenerme. Caí de rodillas con la cabeza baja y después de un resoplido, grité y lloré con amargura. Mi familia sería más feliz si yo no existiera. ¿Por qué vivir con tanto sufrimiento? El mundo estaría mejor sin mí. Al menos yo obtendría un descanso.

Me limpié el rostro lo mejor que pude, pues todavía sangraba. Agradecí estar solo y no tener testigos de cuánta lástima sentía por mí mismo. Salí de la sacristía sin rumbo fijo, quizás caminaría hasta que mis pies ya no pudieran más.

Sin embargo, me quedé paralizado al encontrar a Eli sentada en la primera banca de la iglesia, que oprimía las palmas con firmeza. No me pasó desapercibida la tensión en sus hombros y brazos, como si se obligara a permanecer sentada. La iglesia estaba vacía, solo ella seguía allí… Ella estaba allí. Cuando escuchó mis pasos, cuadró los hombros y giró la cabeza hacia un lado, entonces su cuerpo actuó como un resorte y se puso en pie.

—¿No te has ido? —Mi voz sonaba ronca, pues me había lastimado la garganta.

No sé qué quiso hacer; se movió errática, como si hubiera querido correr, y tropezó con el reclinatorio del banco. La pieza cayó con un gran estruendo que rebotó por los rincones, lo que desbocó mi corazón y me erizó la piel.

De algún modo pude reaccionar a tiempo y me impulsé para evitar la aparatosa caída. Que ella sufriera algún percance por mi culpa era inadmisible. Eli contuvo el aliento y su labio inferior tiritó cuando se encontró rodeada por mis brazos. Los apagados ojos estaban desmesurados. Levanté la mano derecha y con la punta de mis temblorosos dedos, en su sien, pretendí aliviar su reacción.

Ella negó con la cabeza y una miríada de emociones cruzó sus pupilas. La preocupación era obvia, las demás no las supe descifrar, por lo que un sabor amargo se instaló en mi boca. Hacía menos de una hora que había declarado que la quería como mi esposa. Esperaba… No sabía qué esperaba, mas no era el silencio que ella mantenía ante mis palabras.

Arrastré el brazo izquierdo por su espalda y le cubrí el antebrazo, ofreciéndole apoyo para que recuperara el equilibrio. Era una sensación extraña, como si el tiempo se detuviera y a la misma vez corriera alocado. Ella llevó la mano sobre la mía, que permanecía en su mejilla, y la arrastró por mi brazo, lo que provocó que cada vello de mi piel se erizara. Encontró mi hombro, y los cálidos dedos subieron por el cuello donde mi carótida golpeteaba frenética. Cuando tocó mi quijada me estremecí de dolor, si bien ella no se percató y recorrió frenética mi rostro, lastimándome.

No encontré el valor de girarle la cara hacia la izquierda para estar frente a frente. No obstante, fijé la mirada en ella, el movimiento en mi pecho era vertiginoso. Tragué el nudo que se formó en mi garganta, pues sus suaves manos volvían a tocarme en una caricia que solo utilizó cuando fuimos novios. Sin embargo, pretendí alejarme al ver cómo mi sangre la manchaba.

No quería ni imaginar lo que ella pensaría de mis padres. Debía creer que eran monstruos. Yo todavía me debatía en qué creer: Ambos estaban mal, sí, pero no me atrevía a juzgarlos y deseaba hacerlo, maldecir su existencia.

Eli dio un paso hacia mí para estar más cerca y me percaté del esfuerzo que hizo para permanecer serena al notar la humedad en los dedos. Los colocó sobre mis labios y palpó hasta llegar a las orejas, los dedos apenas se separaban unos milímetros de mi piel. Cerré los puños, no merecía la delicadeza con la que me trataba. Quería detenerla, lo menos que deseaba era que ella me tocara. Estaba sucio. Pero también comprendía que no podía verme y que ese debía ser uno de esos momentos en el que renegaba de su condición. Si ese día en particular necesitaba tocarme, no se lo impediría. Ya jamás me atrevería a prohibirle algo.

—Estoy bien —susurré porque no podía ofrecerle más.

—Sí, lo estás. —La suya estaba congestionada, aunque no había ningún rastro de lágrimas en sus ojos. Conociéndola, se permitiría llorar por unos segundos y después se obligaría a sí misma a recomponerse.

Llevé la mano sobre la suya y la entrecerré antes de colocarla sobre mis labios para dejarle un beso ligero en la palma antes de alejarla de mí.

—No tienes por qué preocuparte.

Eli intentó sonreírme, pero solo apareció una mueca que, a pesar de lo que vivía, me pareció hermosa, aunque en realidad no lo era. Entonces dio otro paso; su rostro estaba sereno. Era como si llevara un cronómetro en la cabeza, el minuto a minuto de una bomba a punto de estallar.

—Ya me conoces, te he hecho ir al hospital por una cortada con el patín.

Era consciente de que no podía verme, aun así giré la cabeza a un lado y desvié la mirada. No quería enfrentarla, mucho menos ser descortés, pero lo único que deseaba era estar solo. Todavía no me miraba al espejo, mas estaba seguro de que con una bandita sería suficiente. ¿Qué importaba el exterior si estaba podrido por dentro?

—Eli…

Ella se humedeció los labios y volvió a sonreír, otra vez me pareció la mujer más hermosa. Era como un diminuto envoltorio que contenía la fortaleza del mundo en su interior. Si tan solo tuviera una pizca para mí.

—Por favor, ya sabes cómo soy.




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