Bailemos en la oscuridad

23

Alexander

Observé la puerta de salida por quinta vez y resoplé. El olor de la naftalina permeaba en el aire ya que desde hacía una hora esperábamos en la sala de emergencias. Tenía los músculos tan tensos que a gritos pedían que me relajara. No obstante, las enfermeras y demás pacientes no paraban de observarnos —a Eli y a mí—, de murmurar entre ellos y de señalarnos.

Al parecer el mundo se volvió loco si es que pensaba que mi estado fue provocado por la mujer junto a mí. Eli giró cuando pasé los puños alrededor de su diminuto cuerpo y la aferré a mí. Apoyó la cabeza en mi hombro y cerró el círculo que formé al pasar su brazo sobre mi abdomen. Cerré los ojos por un instante para absorber el confort que me ofrecía, aunque en ese instante era ineficaz. Los abrí al sentir que su mentón descansaba sobre mi pecho pero que su cabeza se movía, y me encontré con la mirada azulada como si deseara fijarla en la mía.

—¿Tienes mucho dolor?

—Estoy bien, cariño. —Mi voz apresada en un susurro.

Podría jurar que algunas personas gruñeron y otros negaron con la cabeza demostrando su desaprobación. Jueces. Me preguntaba cómo subsistiría la economía si todos en la sociedad tenían la misma profesión. Perdí el calor reconfortante, pues Eli rompió nuestro abrazo y se puso en pie. La retuve por las manos para obligarla a permanecer conmigo, pero fue fútil. Paso a paso, ella logró llegar junto al guardia de seguridad que nos recibió.

—Disculpe, ¿podría hablar con una enfermera? Mi amigo tiene dolor. —La petición fue hecha al cartel que estaba junto al hombre.

Debí haber intuido que Eli se percataría de la tensión que recorría mi sangre a borbotones, pero mi cabeza no funcionaba como siempre. Apoyé los brazos en los muslos y me jaloneé el cabello.

—¡Siéntese!

Con el grito, el corazón me retumbó en el pecho y de inmediato caí de pie. Comencé a caminar hacia ellos en tanto el policía mantenía la mano sobre la pistola paralizante. Al mismo tiempo, Eli se estremeció y dio un paso tambaleante hacia atrás. Chocó con el podio del oficial, lo que provocó un estruendo que la sobresaltó aún más.

En dos zancadas llegué junto a ella y la rodeé contra mi cuerpo. Tarde, recordé que en un momento así debía identificarme para que ella tuviera la certeza de que era alguien conocido, que no la lastimaría.

—Soy yo, Alex. —Dirigiéndome al policía añadí—: No tienes por qué hablarle así, ella jamás te faltó el respeto.

Me percaté del temblor que se apoderó de Eli, quien aprisionó mi camisa entre los dedos cuando fue capaz de encontrarla. El hombre frente a nosotros pareció engrandecerse aún más, por lo que se tornó en un gigante de color bermellón.

—¡No lo repito! ¡Siéntense!

Los murmullos se acrecentaron y el altoparlante escogió ese momento para emitir un código blanco. Eli se acurrucó más hacia mí. Tragué con dificultad porque era mi culpa que ella se encontrara en una situación así. Además, el olor ferroso de mi sangre junto con el de la lavandina terminó por exacerbar mi angustia. Tenía que salir de allí. Sin embargo, al girar, nos encontré rodeados por un grupo de cinco enfermeras.

—Señora, aléjese del caballero.

Las cinco dieron un paso a la vez para cerrar el semicírculo alrededor de Eli y de mí. Mi mejor amiga frunció el ceño, era evidente que no comprendía lo que sucedía. Yo tampoco lo hacía y por eso no podía explicarle que estábamos rodeados como criminales.

—Pero no estoy cerca de él.

El diminuto cuerpo de Eli encontró cómo refugiarse más en el mío y no tuve reparos en estrecharla entre mis brazos y doblar las rodillas para que ella me sintiera más cercano.

El rostro de la enfermera que estaba frente a nosotros se coloreó, y sus manos subieron y bajaron en un movimiento controlado, como si se dirigiera al delincuente más peligroso. El guardia de seguridad mantenía la mano sobre la pistola paralizante, no me pasó desapercibida la palidez en los nudillos. Los otros pacientes no perdían detalle y era evidente que algunos nos reconocían.

—Suelte al caballero y aléjese.

Quise pararme frente a Eli, de algún modo pretendía protegerla del error que ellos cometían. No obstante, el más mínimo movimiento de mi cuerpo los puso en alerta. Una vez más, llamaron un código blanco y dos enfermeros aparecieron en segundos. Uno de ellos intentó agarrarme del brazo izquierdo.

—¿Qué creen que hacen? —Quise zafarme, mas me fue imposible.

—Caballero, acompáñenos, por favor.

Aferré el puño sobre la cadera de Eli, nada ni nadie me separaría de ella. Era una situación nueva y escabrosa. Además, la enfrentábamos solos. El otro enfermero dio un paso al frente al percatarse de que yo no tenía intención de soltarla a ella.

—No puede haber acompañantes en el área. Tuvimos que poner a un paciente en cuarentena.

Al escuchar esas palabras los hombros de Eli cayeron y me dejó ir, aunque seguía con el ceño fruncido. Fue evidente que la tensión en el personal médico disminuyó al instante. Si bien, entrecerré los ojos, no creía ni una sola palabra, pero mi cerebro decidió que ese era el mejor momento para provocarme un mareo. Al no contar con el apoyo que el cuerpo de Eli me ofrecía, tuve que extender la mano y agarrarme del brazo del enfermero, quien levantó la mano para señalarme el camino.




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