Bailemos en la oscuridad

26

Alexander

¿Eso quería decir que ella me amaba? Si tan solo tuviera un resquicio de esperanza; solo necesitaba esa diminuta luz al final del túnel. Eli no me aceptaría en ese momento, yo tampoco lo haría si ella acabara de terminar con alguien, pero necesitaba saber que existía esa posibilidad, un poco de paz, aunque no la mereciera.

Me reacomodé en la cama y contemplé esos ojos del color del hielo. Siempre tan cálida y abierta, excepto con nosotros. ¿Por qué? Intenté concentrarme, a pesar de la neblina en mi cabeza, quería descubrir algún indicio que me insuflara de valor. Ese que me faltó durante siete años.

Después de unos minutos, Eli frunció el ceño y movió la cabeza sobre mi pecho hasta casi conectar nuestras miradas. Si tan solo… Unos milímetros más, para explayarle mi corazón y soñar con que ella no huiría de mí.

—¿Me estás observando?

En el primer intento mi garganta no emitió ningún sonido; me descubrió, aunque no debía sorprenderme. Podría fingir estar dormido, pero me escondí durante mucho tiempo. Sin embargo, tuve que halar aire para que mis cuerdas vocales funcionaran.

—Sí. —Me quedé en silencio unos minutos para darle la oportunidad de tomar la iniciativa. De los dos, ella era la que tenía claro el camino a tomar siempre. Pero permaneció serena, con rostro impasible. Aunque no se lo expresara con palabras, ella debía saber que esperaba alguna reacción, mas, al parecer, no me lo pondría fácil—. ¿No me vas a decir nada?

Y por primera vez en ese día, obtuve una reacción de ella. Eli contuvo el aliento y sujeté su mano por el estremecimiento tan visceral que la recorrió de la cabeza a los pies. La máquina conectada a mi dedo índice delató a mi caprichoso corazón, pues comenzó a emitir un pitido constante.

—Solo estás confundido.

Su piel se tornó pálida y sus escurridizos ojos se humedecieron. Mi sonrisa incierta se mezcló con un jadeo y abrí los ojos a la par que pestañeaba con rapidez. En mi pecho sentía un hueco tan hondo que alteraba mi respiración. La posibilidad de que papá tuviera razón era cada vez mayor.

—Entonces esta confusión existe desde que tenía dieciocho años.

Eli intentó incorporarse y soltar nuestras manos, pero fui más rápido. Ella era consciente de que siempre la ganaría al moverme, por lo que me confundió que lo intentara.

—No había amor en tu relación. Te refugiaste en los recuerdos.

Un hormigueo me recorrió los músculos ante sus palabras. Me sentía eufórico y extasiado. No le dije «te amo» en aquellos días, pues creía que el tiempo era infinito. Pero tal vez ella lo intuyó y por primera vez no necesitó que yo lo verbalizara.

—Entonces ¿admites que sí te amo?

Ella me dedicó una sonrisa entre tímida y vacilante que volvió loco a mi corazón, no podría estar más hermosa, a pesar de las diminutas ojeras que comenzaban a opacar su rostro.

Abrí los ojos de golpe y oprimí la mano de Eli, que seguía entre la mía. No comprendía cómo, pero frente a mí estaban, una vez más, la enfermera y el doctor. Él pasó la fastidiosa lámpara por mis ojos y deseé poder gritarle por interrumpirnos. Fruncí el ceño, me sentía confundido, para mí había estado solo unos segundos hablando con Eli. Un leve temblor se apoderó de mí, ¿qué me sucedía?

Ellos se fueron y a mi mejor amiga se le hizo fácil volver a adoptar la postura incómoda, con su torso contra el mío, regalándome su calor y su peso. Tragué y obligué a mi cuerpo a permanecer laxo. Eli tenía el poder de engrandecerse cuando estábamos tan cerca: su calidez derrotaba el frío que estrangulaba a mi corazón. Además, olía tan bien y sus caricias eran tan cuidadosas y delicadas que despertaba mi deseo. Volví a fijar la mirada en ella, esperanzado en recibir una respuesta.

A pesar de contenerme, mi pulso era errático y el movimiento de mi pecho debió delatar mis intenciones porque Eli sonrió con cierta tirantez, tal vez se sentía nerviosa. Volví a dejar caer el brazo sobre ella, no acababa de comprender qué le sucedía a mi cuerpo, por qué estaba tan aletargado, pero una vez más, ella no se quejó por la brusquedad con que la trataba.

—¿Cómo puedes amarme? No puedo recordar cómo luzco, ¡y mucho menos cómo lo haces tú!

Me humedecí los labios y un temblor se apoderó de mi mandíbula por la bocanada de aire nerviosa que solté. La adrenalina corría por mis venas peor que cuando estuve en las Olimpiadas. Los músculos me titilaban y mis extremidades parecieron perder su fuerza. Eli no sabía que la amaba. No podía culparla, pero tuve la esperanza de que fuera más intuitiva solo para mi conveniencia, y eso era injusto para ella.

Sus palabras podrían parecer sin importancia, y hasta banales, pero yo estuve ahí cuando la palabra «rojo» perdió su significado. Mi mejor amiga, la mujer que amaba, me acababa de abrir una rendija a su corazón y con facilidad se podría convertir en una grieta en lugar de una puerta.

Me senté al instante mientras mi brazo se resbalaba por su espalda y la rodeaba por la cintura. Afirmé las piernas en el suelo para darme mejor estabilidad y no terminar tirados. Cerré el puño sobre la cadera de ella para ocultare el temblor de mis manos. Los pensamientos se agolpaban en mi cabeza lo que agudizaba el dolor.

—Dime qué es lo que más odias, Eli.




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