Bailemos en la oscuridad

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Alexander

Acababa de llegar al aeropuerto internacional de Ottawa, pero no sería recibido por nadie porque Eli me esperaba hasta el siguiente día. Habían pasado tres meses desde que me fui, mas no resistí estar un día más separado de ella y adelanté el vuelo: le daría una sorpresa.

El transporte privado se detuvo frente a la pista. Saqué la billetera y pagué. Al llegar a la puerta tuve que sostener la billetera entre los dientes para poder meter la llave en la cerradura. Cuando entré fruncí el ceño al escuchar el final de la ópera Carmen a través del sistema de sonido.

Cerré la puerta con cierto temblor en las manos. Era muy tarde y la pista estaba cerrada al público. ¿Acaso Eli tenía compañía? Caminé unos pasos y di un salto para ver por encima de la valla de protección. Contuve el aliento, pues por un segundo fui testigo de un giro en bucle, ¿para quién bailaba?

No pude moverme de inmediato cuando mis pies volvieron a tocar el suelo. Hablamos por teléfono todos los días durante esos meses, a veces en más de una ocasión, y Eli jamás me dio a entender que había conocido a alguien. ¿Acaso me tardé demasiado?

Solo estuve un par de días en Cancún, que fue el destino que Ashley eligió. Tan pronto llegué, descubrí que el sol, la playa y la arena no eran para mí. En un lugar así, añoré que Eli e Isa me acompañaran. Tardé cuarenta y ocho horas en encontrar un vuelo que me llevara a Chicago, donde Brandon vivía con su familia. Él me abrió las puertas de su hogar y dormí en el sofá de la sala esos meses, mientras los ayudaba a preparar la habitación del bebé y colaboraba con Brandon en su taller de motocicletas.

Una semana después conseguí una cita para una visita privada con un psiquiatra, quien, después de un par de secciones, me derivó a un psicólogo. Mi cita en Ottawa no sería hasta dentro de un par de semanas, pues la lista de espera para pacientes con alguna condición mental era larga. Por eso me tardé en regresar, necesitaba tener ese apoyo extra. Para ser el caregiver de mi hermana y formalizar una relación con la mujer que amaba, debía velar por mi propia salud y bienestar.

La música llegó a su fin y creí escuchar un gorjeo. Entrecerré los ojos y presté atención, pero el lugar permaneció en silencio. Sin embargo, levanté la cabeza de golpe al reconocer los primeros acordes de Perfect de Ed Sheeran, solo que era la versión a dueto con Andrea Bocelli. El corazón me dio una voltereta en el pecho y corrí por el largo pasillo con una exhalación. No me permitiría dudar de Eli y de su amor, incluso me molestaba haberlo hecho durante unos segundos. Pero, tal vez, a ella se le ocurrió pedirle a Madeline Edwards que se presentara conmigo en el evento del siguiente día, y me avergonzaba porque eso significaría serle infiel a Eli en el hielo. Yo solo podría bailar con ella.

Levanté los ojos hasta las gradas y me encontré con la señora Payne, quien me dedicó una mirada como de: «Ya era hora de que regresaras». Aunque me parecía imposible, Isa estaba junto a ella, no me prestó mucha atención, pues estaba absorta en lo que sucedía en la pista. Aun así, me llevé el dedo índice hasta la boca para que no dijera mi nombre, ella rio fascinada. Le envié un beso en el aire, como promesa de que muy pronto la abrazaría.

Giré para observar la pista y confirmé que era la coreografía de Madeline y mía en las Olimpiadas de 2018. Me quedé embelesado ante la estética de la que era testigo: los movimientos eran precisos y los aterrizajes eran fluidos como si no requirieran ningún esfuerzo. Ese nivel no se alcanzaba en tres meses, requería años de entrenamiento.

Salí de mi ensoñación —y de ese estado bobalicón que los fans sienten por alguien que admiran— y corrí a nuestra oficina por mis patines. Al regresar me dejé caer en la banca y me retiré los zapatos con los pies, me coloqué un patín y luego el otro. Los ajusté en tanto intentaba mantener la vista en la pista para no perderme de nada. Solo al ponerme de pie me percaté de que me los puse al revés. Dejé caer mi cuerpo una vez más y, entre maldiciones y resoplidos, intercambié los patines en mis pies.

Me levanté y me detuve en la puerta de entrada a la pista. Hasta ese momento vi que el entrenador la acompañaba. Él asintió al reconocer mi presencia y yo hice lo mismo. Esperé. Era consciente de que no podía entrar, no obstante, la espera a que ella recorriera la pista y pasara a mi lado me pareció eterna, lo cual era ridículo, pues ambos podíamos recorrer doce metros en un segundo.

—Eli —dije cuando ella pasó junto a mí—, soy Alex, regresé.

La fluidez en el deslizamiento se cortó por unos instantes y me reprendí a mí mismo por sobresaltarla de esa forma, pero ella se recuperó con rapidez. Giró para quedar frente a mí y se deslizó hacia atrás mientras yo entraba y dejaba que los patines resbalaran por el hielo.

Ella siguió patinando hacia atrás en tanto levantaba el brazo derecho y se daba golpecitos en el labio inferior con el dedo. Un gruñido se atoró en mi garganta, lo único que deseaba era devorar esa boquita desafiante y plantar bandera en su corazón, pero teníamos testigos y a la señora Payne no le haría gracia que actuara como un cavernícola: «Mujer mía».

—¿Qué Alex?

Me empujé el labio con la lengua en tanto una sonrisa torcida se adueñaba de mi boca. De mientras, el rostro de ella volvió a esa impasibilidad que tan bien conocía cuando yo la extrañé cada milisegundo del día.




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