Las luces vacilantes de Míracan parpadeaban en la distancia, destellos lejanos que dibujaban siluetas danzantes en los adoquines mojados por la lluvia. El susurro del viento llevaba consigo el sonido distante de risas, música y algún ocasional grito ahogado, el sonido de una ciudad que vivía a pesar de sí misma.
Gala descansaba contra un muro de ladrillos, su figura se confundía con las sombras, sus ojos verdes se agazapaban en la penumbra. Envuelta en una capa negra, sus ropas de cuero se adherían sutilmente, delineando su silueta con elegancia, y dejando entrever la gracia natural de su porte.
—No me gusta esperar... —dijo un hombre corpulento que se mantenía a su lado, su rostro sudoroso reflejaba el temor y la impaciencia.
—Y a mí no me gusta que me apresuren —replicó Gala con un tono gélido, sus ojos fijos en un muro al otro lado de la calle.
Las palabras colgaron en el aire durante un momento antes de que el hombre gruñera y se apartara. Aun así, se mantuvo cerca, una sombra insegura en la periferia de su visión. Gala no le prestó más atención.
Frente a Gala se extendía una amplia plaza, un remanente de lo que alguna vez fue la grandiosa nobleza de Míracan. La plaza, abierta y desolada, estaba flanqueada por edificios que alguna vez fueron majestuosos, ahora meras sombras de su antiguo esplendor. La muralla, un bastión que dividía este sector de los barrios más humildes, se erguía visible, pero a una distancia cautelosa. Detrás de la joven, el sonido del mar rompía contra el puerto, un murmullo constante que recordaba la proximidad del océano.
Cuando la puerta de la muralla se abrió, la figura esbelta de Gala se deslizó desde las sombras, sus movimientos eran sigilosos y felinos, como un depredador acechando a su presa. Las luces de Míracan atravesaban su cabello ceniza, que caía en una cascada desordenada sobre su espalda.
El sonido de la puerta al cerrarse resonó en el silencio, seguido de un eco apagado de voces desde el interior. Gala se movió con propósito, sus pasos resueltos se llevaban consigo la confianza de alguien que sabe exactamente lo que hace.
El hombre corpulento la observó alejarse, sus ojos se deslizaron por su espalda y bajaron por sus piernas antes de volverse hacia las luces de la ciudad. Luego se perdió en la oscuridad, dejando a Gala en su mundo de sombras y secretos, donde las luces de Míracan no podían alcanzarla.
Las calles de Míracan que surcaba se extendían como un laberinto sinuoso de viejos ladrillos y suciedad apelmazada, un testamento a la decadencia que había asolado a los barrios brunidos. Los edificios se amontonaban en el espacio como dientes decrépitos, sus fachadas erosionadas y carcomidas por la sal del aire marino, mientras que la calzada, revestida de adoquines rotos y desparejados, estaba surcada por riachuelos de agua de lluvia, basura y otros líquidos desconocidos. El fulgor difuso de faroles de aceite distantes arrojaba destellos esquivos a través del entramado de callejuelas y pasajes estrechos, donde los contornos de la población indigente se deslizaban como espectros en la penumbra. El aire marino, impregnado de la cercanía del puerto, se mezclaba con un aroma persistente de pobreza y abandono.
Mientras se adentraba en la oscuridad, el hedor familiar de la ciudad se intensificaba: el mar, la putrefacción, la suciedad y el vicio. Eran los olores de la desesperación y la decadencia. En la distancia, los ecos de un grito silenciado demasiado pronto le recordaron la brutal realidad de Míracan. No había cabida para la debilidad, no cuando cada sombra podía ocultar una daga y la dulce promesa del sueño eterno.
Su destino, un edificio de piedra raído y gris, era uno de los muchos burdeles de baja categoría que infestaban las calles de la ciudad. Su fachada ocultaba los pecados que se cometían en su interior: vicios ocultos bajo una capa de luces coloridas y risas forzadas.
Gala entró, la puerta chirriando a su paso. Su presencia en el vestíbulo sucio y mal iluminado fue inmediatamente notada. Miradas lascivas de hombres medio ebrios se deslizaron por su cuerpo, evaluándola, deseándola. Las prostitutas, mujeres de todas las edades, la miraron con una mezcla de curiosidad y resentimiento.
—Eh, mira eso... Nueva mercancía —comentó un hombre barbudo con una sonrisa desdentada, mientras llamaba la atención de su amigo. Su mirada codiciosa se paseó por su figura, quedándose en su pecho.
Gala no respondió, solo le devolvió la mirada, sus ojos verdes brillando en la penumbra. El hombre se rio con nerviosismo disimulado.
El interior del burdel era una paradoja de la miseria exterior. Las paredes, aunque descascaradas, estaban cubiertas de un papel pintado con patrones complejos que apuntaban a una pretensión de elegancia y sofisticación. Los divanes estaban tapizados con terciopelo gastado, los cojines con bordes de encaje raído. Arañas de luces con cristales que más parecían vidrio proyectaban una luminiscencia ambarina, confiriendo a la estancia un tono de color de miel enfermizo. A pesar de la mugre y la decadencia, el burdel mostraba una coquetería extravagante, un espejismo de lujo en medio de la sordidez.
Directamente tras la entrada, el vestíbulo se estiraba en un pasillo que servía como arteria hacia el corazón del burdel. A la derecha, la barra del bar se alzaba como un bastión de ebriedad, con su fila de taburetes custodiando botellas de licor de dudosa procedencia. Frente a ella, las mesas con sillas se dispersaban como islotes en un mar de desesperación, ocupadas por figuras solitarias o grupos susurrantes.
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fantasia oscura, fantasía épica romántica, fantasía de aventura y misterio
Editado: 15.07.2025