Bajo el Imperio, la Sangre

Capítulo 1

Los ojos de Curt se abrieron de golpe. Su respiración entrecortada se perdía en el rugido de la tormenta que se arremolinaba a su alrededor. La luz del sol había desaparecido detrás de una inmensa isla flotante que se cernía ominosamente sobre la extensión de tierra y prados. El campo de batalla se encontraba ahora sumido en una oscuridad más profunda que la misma noche, el sol se veía opacado por el coloso de tierra aéreo. El horizonte, tan lejano, parecía ser la única fuente de luz que iluminaba aquel tétrico escenario.

—¿Qué haces ahí parado, recluta? —gritó un soldado a su lado, agarrándolo del brazo y arrastrándolo hasta una trinchera de tierra y piedra.

Curt apenas tuvo tiempo de responder, ya que el estruendo de un trueno ahogó sus palabras. En el aire, percibía el característico olor metálico de la sangre mezclándose con el olor terroso de la lluvia de polvo que caía incesantemente desde la isla flotante, un recordatorio incesante del lugar al que pertenecía.

—Yo... —empezó, pero la mirada del soldado lo silenció. Sabía que debía avanzar, estaba en primera línea de combate. Pero era un recluta, apenas un muchacho recién salido de la instrucción.

En ese momento, Curt bajó la mirada hacia su propia armadura. Eran placas de cuero mal curtido, correas gastadas que unían las piezas en un ajuste incómodo. No había nada regio en el equipo, pero era funcional. De igual forma estaban vestidos los otros brunidos que lo rodeaban. En sus hombros, cada uno llevaba una capa de un azul tan oscuro que casi parecía negro en la escasa luz, dando un toque de dignidad a sus andrajos de batalla.

A su alrededor, los hombres se movían con una precisión que él no había alcanzado aún. Cada uno de ellos estaba manchado de barro y sangre, sus rostros grises y curtidos por la batalla. Observó cómo un soldado a su lado cargaba una ballesta con un virote antes de dispararla con precisión al enemigo, el estruendoso zumbido del proyectil lanzado perforó su tímpano aturdiéndolo momentáneamente.

La lluvia de polvo caía cada vez más fuerte, reduciendo la visibilidad y sumiéndolos en un oscuro manto. Curt se quitó la capa que llevaba y la ató alrededor de su boca y nariz, tratando de filtrar las partículas más gruesas.

A pesar de la penumbra, el campo de batalla estaba salpicado de antorchas titilantes, sostenidas con firmeza por soldados que buscaban desesperadamente ver a través del oscuro manto de polvo. Las llamas bailaban erráticamente, lanzando destellos de luz naranja sobre las caras tensas de los combatientes y los filos de sus armas. Miró alrededor, intentando distinguir a sus compañeros a través de la tormenta.

—Aquí no tenemos tiempo para cobardes —gruñó el soldado, empujándolo hacia delante—. Eres un soldado de Sílunar, así que actúa como tal.

La palabra «cobarde» retumbó en la cabeza de Curt. No era un cobarde. Sabía que no lo era. Pero en ese momento, cuando el caos reinaba a su alrededor y la muerte parecía acechar en cada rincón, no estaba seguro de poder mantener la valentía que había demostrado en el campo de entrenamiento.

Se levantó con decisión y agarró su espada. Miró al soldado y asintió, determinado a demostrar su valía. Se lanzó a la batalla, la espada en alto, gritando al viento y al enemigo. Los sonidos de la guerra le rodeaban, el clamor del acero contra acero, los gritos de los caídos, el estruendo de la tormenta. En ese momento, en medio de todo, Curt recordó la conversación que había mantenido esa misma mañana con otro de los veteranos de su escuadrón.

—Muchacho, si no te comes eso ahora... mañana no tendrás energías para luchar —le había aconsejado el hombre. Un veterano de guerra avanzado en años, sin embargo, aún conservaba suficiente vigor para seguir en la batalla, su rostro tallado por un sinfín de cicatrices. Su voz resonaba fatigada, y su mirada vacía, como si cada enfrentamiento le hubiera robado un pedazo de su ser.

La luna menguante lanzaba un brillo suave sobre el campamento improvisado. Hogueras colocadas al azar lanzaban destellos suaves sobre las tiendas de lona y el equipo de guerra esparcido. Las siluetas de los hombres, curtidos y desgastados se movían como sombras, sus conversaciones reducidas a murmullos. El olor a humo, sudor y miedo impregnaba el aire, junto con el aroma metálico del acero y la sangre seca.

Curt examinaba el cuenco de madera en sus rodillas. En su interior reposaba un guiso improvisado de vegetales y carne de venado, con destellos de un caldo desconocido.

—¿Cómo se llama, señor? —preguntó Curt, tratando de distraerse del aspecto poco apetitoso de la cena. Sin tomar aliento, llevó una cucharada a la boca.

El veterano, observó a Curt con una expresión de inquietud y compasión. Algo en sus ojos parecía prever que la batalla venidera no le permitiría regresar a casa—. Me llaman Sinus, pero eso es irrelevante ahora, muchacho. Hazme caso y acaba con tu cena, cuando estés en el fragor de la batalla, lo agradecerás.

El equipo de Sinus yacía a un lado, un manto de cuero gastado, una espada con empuñadura de cuerno y un escudo de madera con marcas de batallas pasadas. Había un aura de resignación alrededor de esos objetos, una especie de admisión tácita de que su dueño no esperaba llevarlos a casa.

—Las batallas, muchacho, no son como se cuentan, cuando eres un simple brunido como nosotros...— Sinus hizo una pausa, sus dedos recorrieron su barba grisácea, antes de continuar.




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