Bajo el Imperio, la Sangre

Capítulo 2

La luz del amanecer se colaba débilmente a través de las endebles paredes de la choza de Erven, creando un patrón de sombras irregulares sobre el suelo de tierra apisonada. Fuera, el bullicio característico de Sílunar ya había comenzado: el fragor constante de las forjas y herrerías, el murmullo de las voces en las calles, y el inconfundible olor a metal caliente y carbón que impregnaba el aire. Para Erven, estos eran los sonidos y olores de un hogar duro pero familiar.

Se levantó de su lecho, una sencilla estera tendida sobre la tierra. Su cuerpo, curtido por el trabajo en la mina, reflejaba las marcas de su labor: músculos definidos, manos callosas y cicatrices que contaban historias de rocas filosas y, otras, que eran aún más antiguas que su labor como minero. Comenzó su rutina con movimientos metódicos, primero vertiendo agua en un cuenco de madera para lavarse la cara y luego vistiéndose con ropas funcionales y duraderas, adecuadas para el trabajo en las minas.

Al salir de su choza, Erven se adentró en el corazón del barrio brunido, un laberinto de callejuelas estrechas y edificaciones apretujadas, construidas con una mezcla de piedra, madera y cualquier material disponible. Las calles estaban llenas de vida: comerciantes pregonando sus mercancías, niños correteando entre los transeúntes, y trabajadores como él, listos para otra jornada de labor.

Se dirigió hacia uno de los puntos de reunión donde se congregaban los mineros para partir hacia el continente Hundido. Grandes carros de madera, tirados por bestias robustas, estaban alineados, listos para transportar a los brunidos a través del vasto y peligroso trayecto hacia las minas. Erven subió a uno de ellos, encontrándose con varios de sus compañeros ya a bordo.

El carro estaba construido con madera robusta y reforzada, su robustez era evidente en las uniones de metal, trabajadas con destreza para formar esquinas firmes y resistentes. Sobre él, una lona tensa, de un color azul profundo que contrastaba con la madera, cubría la parte superior en una forma casi piramidal, creando un espacio protegido para los pasajeros. Esta lona, marcada por pliegues y remiendos, era testimonio de su utilidad contra los elementos. Las ruedas macizas se hundían ligeramente en el suelo de tierra compactada, preparadas para el largo y arduo viaje que tenían por delante.

—Buen día, Erven —saludó Renn, un minero de mediana edad con el rostro surcado por arrugas prematuras y ojos que reflejaban una mezcla de cansancio y determinación. Su ropa, como la de la mayoría de los mineros acantilados, estaba manchada de polvo y desgastada por el trabajo, pero mantenía una dignidad austera.

—Como siempre en Sílunar, Renn —respondió Erven, su voz llevaba un matiz de resignación y sabiduría oculta. Dio una palmada breve pero firme en el hombro de Renn. Su indumentaria reflejaba su adaptación a la vida minera: funcional y marcada por el trabajo.

Jorah, de figura esbelta y estatura media, se inclinó hacia Erven. El viento jugaba con su cabello castaño, enviando mechones en todas direcciones, otorgándole un aspecto juvenil y relajado que contrastaba con la intensidad preocupada de su mirada. Sus ojos, un reflejo del cielo al amanecer, buscaban respuestas en el mundo que lo rodeaba, mientras su piel mostraba las marcas de incontables días bajo el acantilado de Eryndor. —Erven, ¿algún cambio en el frente? —preguntó, la vibración sutil en su voz no lograba ocultar la ansiedad que lo caracterizaba.

Este negó con la cabeza, su mirada se perdió un momento en la distancia. —Más de lo mismo, Jorah. Polvo y sueños rotos, nada nuevo bajo el sol de Sílunar.

A su alrededor, las calles de Sílunar bullían con la actividad matutina. Comerciantes abrían sus puestos, niños jugaban entre los montones de restos de las fraguas, y el humo de las forjas se elevaba al cielo, creando un telón de fondo de actividad constante.

El carro, tirado por robustos animales de carga, comenzó a avanzar, las ruedas crujiendo bajo el peso.

—Espero que las vetas sean generosas esta vez — dijo Talia, su presencia imponiendo un aire de confianza. La luz del alba se reflejaba en su cabello de tono rojizo, recogido en una trenza que caía sobre su hombro, revelando la intensidad de sus ojos azules, una mirada que había contemplado tanto el fragor de la batalla como la serenidad de los momentos de paz. Sus manos, curtidas por el manejo de la espada y el pico, ajustaban con destreza el guante de cuero, cada cicatriz en su rostro una historia de supervivencia y desafíos superados.

—No cuentes con ello —respondió Erven, con un tono de voz que indicaba que había renunciado a esa esperanza hace mucho tiempo.

Renn, intentando aliviar la tensión, comentó: —Pero al menos tenemos buena compañía, eso siempre ayuda.

El carro comenzó a moverse, sus ruedas chirriando contra los adoquines desgastados de Sílunar. El aire matutino estaba impregnado con el aroma de pan recién horneado de una panadería cercana y el amargo olor del carbón quemado de las forjas. Las sombras se alargaban y se entrecruzaban, creando un juego de luces y oscuridades en las estrechas calles.

—Eso es cierto —añadió Erven, mirando a sus camaradas. Sus rostros, iluminados por la luz del amanecer que se filtraba a través del techo de lona del carro, reflejaban la camaradería forjada en las profundidades de la tierra.

Mientras el carro avanzaba, el sonido del agua golpeando contra las grandes palas de un molino cercano se mezclaba con el repiqueteo metálico de las herrerías. Las palas del molino, compuestas de piezas de metal y madera intrincadamente entrelazadas, giraban con un ritmo hipnótico, impulsadas por el flujo constante del agua que caía sobre ellas.




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