El aire dentro del laberinto se había vuelto más pesado, casi irrespirable. Las paredes ya no eran de piedra ni de metal, sino de una sustancia orgánica, como si el lugar hubiera mutado para volverse más vivo, más consciente de su presencia. Al caminar, Sofía sentía que el piso pulsaba bajo sus pies, como un corazón escondido en las entrañas del lugar.
Las luces que los guiaban eran parpadeos intermitentes en lo alto, como luciérnagas atrapadas. A cada destello, sombras extrañas aparecían y desaparecían en los pasillos: figuras sin rostro, manos que se estiraban, bocas que murmuraban palabras en un idioma roto.
—Este lugar se alimenta de nosotros —dijo Liam en voz baja, casi como si temiera que el laberinto pudiera oírlo—. Cuanto más dudamos, más fuerte se hace.
Sofía se abrazó a sí misma. La temperatura había descendido, y su aliento formaba nubes blancas.
—¿Y cómo… cómo se supone que avancemos si cada paso nos roba algo? —preguntó, con un tono que mezclaba rabia y cansancio.
El hombre de la llave caminaba detrás de ellos, arrastrando el pesado metal contra las paredes. El chirrido que producía era insoportable, como un grito oxidado.
—El laberinto no roba, Sofía… —dijo con esa voz que parecía salir de muchos lugares a la vez—. Solo les muestra lo que siempre estuvo escondido dentro de ustedes.
De pronto, una corriente de aire sopló desde el final del pasillo. Era extraña, porque traía consigo un olor conocido: césped húmedo después de la lluvia, el aroma del parque donde Sofía y Dereck solían reunirse en las tardes más tranquilas de su vida.
Se quedó paralizada.
—¿Sientes eso? —preguntó, la voz quebrada.
Liam la miró con seriedad, como si supiera exactamente lo que ocurría.
—Es un recuerdo. El laberinto lo está usando para atraerte. No lo sigas, Sofía.
Pero la tentación era demasiado fuerte. Frente a ella, las paredes comenzaron a abrirse, revelando un pasillo más estrecho, cubierto de niebla verdosa. Y en medio de esa niebla… una silueta.
El corazón de Sofía comenzó a latir tan fuerte que pensó que el laberinto podía escucharlo.
—Es… él… —murmuró, sin darse cuenta de que ya estaba avanzando.
Liam la sujetó del brazo con fuerza.
—¡No! —exclamó, casi con desesperación—. No puedes correr tras un fantasma. Eso es lo que quiere este lugar.
Ella lo miró, con lágrimas contenidas.
—¿Y si no es un fantasma? ¿Y si de verdad…?
El hombre de la llave soltó una carcajada baja, cavernosa.
—No todo lo que regresa es lo mismo que recuerdas.
El eco de esa frase quedó grabado en su mente mientras las sombras de la silueta se desvanecían lentamente, como si se burlaran de su desesperación.
El grupo avanzó a la fuerza, pero la tensión se había vuelto insoportable. Cada paso estaba lleno de un silencio denso, interrumpido apenas por los susurros que se filtraban entre las paredes. No eran voces de desconocidos: eran frases íntimas, retazos de confesiones, palabras de amor que Sofía había dicho o callado.
De repente, uno de esos susurros se volvió tan claro que la hizo detenerse en seco:
"Sofía… no me olvides."
El corazón se le encogió. Era la voz de Dereck.
—¿Lo escuchaste? —preguntó, con la respiración agitada.
Pero Liam negó con la cabeza.
—Yo no escuché nada.
Ella se llevó las manos al rostro. ¿Era posible que todo fuera una trampa? ¿O el laberinto estaba mostrándole algo que Liam no podía percibir?
El pasillo terminó en una puerta enorme, cubierta de cadenas oxidadas. El hombre de la llave se adelantó, levantó el objeto que llevaba consigo y lo encajó en la cerradura. El sonido del giro metálico resonó como un trueno.
—Más allá de este umbral —anunció, con solemnidad— no hay vuelta atrás.
Sofía tragó saliva. Sabía, en lo más profundo de su corazón, que al cruzar esa puerta, los secretos que el laberinto escondía comenzarían a desbordarse. Y entre ellos, lo sabía, estaba Dereck.
El chirrido de las cadenas cayendo al suelo se extendió como un grito de bienvenida. La puerta se abrió lentamente, liberando una luz blanca que casi cegaba.
Sofía apretó la mano de Liam.
—Si él está ahí… tengo que verlo.
El silencio de Liam fue una respuesta en sí misma: un silencio cargado de miedo, celos y un amor que no se atrevía a nombrar.
Y juntos, cruzaron el umbral.