El día del entierro llegó. El cielo estaba gris, y el aire frío cortaba la piel. Era el tipo de día en el que el mundo parecía detenerse, como si todo estuviera en pausa, esperando. Valentina caminaba de la mano de su papá, Andrés, mientras los dos se dirigían hacia el cementerio. No entendía completamente lo que sucedía, pero sentía el dolor en el aire, una tristeza que se reflejaba en los ojos de los adultos que la rodeaban.
Andrés tenía el rostro marcado por el cansancio y el dolor, pero trataba de ser fuerte por Valentina. La pequeña no sabía cómo expresar lo que sentía, pero la ausencia de su mamá pesaba en su corazón como una piedra enorme. Mientras caminaban hacia el lugar donde Isabel descansaría para siempre, Valentina no podía dejar de mirar las flores que su papá había colocado cerca de la tumba. Rosas rojas, como los que Andrés había llevado a casa para Isabel en sus últimos días. Las rosas rojas habían sido el favorito de mamá, y Valentina los miraba con tristeza, recordando a su mamá cantándole canciones de cuna.
—Papá… ¿por qué mamá no puede despertar? —preguntó Valentina con una vocecita suave y temblorosa, mirando a su papá con los ojos grandes, llenos de confusión y dolor.
Andrés se agachó lentamente, poniéndose a su altura. Sus manos temblaban mientras le acariciaba el cabello, y las lágrimas comenzaron a formarse en sus ojos. Quería explicarle, quería que todo tuviera sentido para ella, pero sabía que el dolor era algo que no se podía comprender completamente, solo sentir.
—Mi amor, mamá está en un lugar mejor ahora. Ya no está sufriendo. Pero siempre va a estar en tu corazón —le dijo Andrés, con la voz quebrada, tratando de transmitirle consuelo aunque él mismo sentía que algo dentro de él se rompía cada vez que pensaba en Isabel.
Valentina asintió con la cabeza, aunque su mente de cinco años no podía entender del todo esas palabras. No podía comprender cómo algo tan bueno y tan lleno de amor, como su mamá, podía irse de repente. Pero la idea de que su mamá estaba en un lugar mejor, aunque dolorosa, parecía darle un pequeño consuelo.
El sonido suave de la lluvia comenzó a caer sobre ellos mientras los amigos y familiares se reunían alrededor de la tumba. Leo, el abuelo de Valentina, caminaba con su típica lentitud, con las manos en los bolsillos y una expresión seria en su rostro. Gloria, su abuela materna, estaba al lado de él, con la cabeza baja, pero no podía ocultar las lágrimas que caían silenciosamente por sus mejillas.
—Tú siempre te adelantaste en todo, Isabel —decía Leo en voz baja, mirando la tumba. Aunque intentaba mantener su actitud cómica, las palabras salían de él de manera profunda y seria, como si todo el dolor que había estado guardando durante meses por fin se dejara ver.
La ceremonia fue breve, como si nadie quisiera quedarse demasiado tiempo en ese lugar lleno de dolor. Las palabras del sacerdote resonaron suavemente en el aire, pero Valentina no las entendió. Lo único que podía hacer era aferrarse a la mano de su papá, sintiendo cómo su corazón palpitaba fuerte y rápido, como si el mundo entero estuviera cambiando, y ella no pudiera detenerlo.
Cuando la gente comenzó a acercarse para rendir su último adiós, Valentina se acercó lentamente al borde de la tumba, mirando el féretro donde su mamá descansaba en silencio. En su pequeño corazón, algo se rompió, algo que no podía poner en palabras, pero que sentía profundamente.
—Mamá… —susurró Valentina, mirando el suelo cubierto de tierra y flores. Luego, levantó la cabeza y miró a su papá—. Mamá está durmiendo, ¿verdad, papá?
Andrés, que había estado parado en silencio, con la mirada fija en la tumba, se arrodilló junto a ella. Sus manos temblaban mientras la abrazaba, y Valentina se aferró a él, buscando consuelo.
—Sí, mi amor. Mamá está durmiendo. Pero siempre estará contigo, aquí —dijo Andrés, tocando el corazón de Valentina suavemente—. Aquí siempre estará.
Y así, entre las lágrimas, el viento frío y el sonido de la lluvia que seguía cayendo, Valentina sintió por primera vez una paz extraña, aunque no lo entendiera del todo. Su mamá ya no estaba ahí físicamente, pero de alguna manera, sentía que estaba cerca, que siempre la acompañaría en su corazón.
Después de la despedida, todos se dirigieron al hogar de Isabel y Andrés, donde Gloria había preparado una pequeña comida para que todos compartieran, como ella siempre hacía en tiempos difíciles. En ese pequeño acto de amor, Valentina sintió algo de consuelo.