Los días después del entierro de Isabel fueron silenciosos y lentos. La casa de los abuelos maternos de Valentina, aunque cálida y llena de amor, se sentía distinta… como si faltara algo. O mejor dicho, alguien. Valentina caminaba con su osito entre los brazos, el que su mamá le había regalado cuando cumplió tres años. No hablaba mucho, pero de vez en cuando hacía preguntas difíciles con voz bajita, como si no quisiera molestar a nadie.
—Abuelita… mamá también me va a ver cuando estoy dormida? —le preguntó una tarde a Gloria, mientras se acurrucaban en el sillón con una manta.
Gloria la abrazó con fuerza, sintiendo que esa niña le sostenía el corazón.
—Sí, mi amor… ella te cuida desde el cielo. Siempre va a estar cerquita de vos —respondió con ternura, acariciándole el cabello con manos suaves.
Valentina seguía yendo al kinder. Le gustaba ir porque allá podía ver mariposas en el jardín, pintar con muchos colores y escuchar cuentos. Pero desde que su mami ya no estaba, hablaba más bajito, jugaba menos, y algunas tardes se quedó callada mirando por la ventana.
Una tarde, a la salida del kinder se acercó corriendo a su abuela Gloria, que la esperaba con los brazos abiertos.
—¡Abue, hoy vi una mariposa azul! —dijo con una sonrisa que dura poquito—. ¿Tú crees que era mami?
Gloria se agachó a su altura y la abrazó fuerte, con el corazón temblándole.
—Podría ser, mi amor. Tal vez mami te vino a visitar para verte sonreír.
Valentina ascendió y la abrazó más fuerte.
—Yo la extraña mucho… pero si viene como mariposa, entonces voy a buscarla todos los días.
Andrés había pasado esos días callado,cumpliendo con los trámites, organizando cosas que jamás pensó que tendría que organizar tan pronto. Dormía poco, pensaba mucho. Pero sabía que no podía quedarse allí, en medio del dolor. No si quería cuidar de su hija como Isabel lo hubiera hecho.
Fue entonces cuando aceptó una oferta para trabajar como psicólogo comunitario en Monteverde del Sur , un pequeño pueblo en las montañas, rodeado de bosque nuboso, caminos empedrados, aire fresco y naturaleza viva. Era un lugar donde la gente se conocía por su nombre, donde los niños corrían entre flores silvestres y los abuelos aún contaban cuentos en las tardes. Un lugar tranquilo. Un buen lugar para empezar de nuevo.
—Yy ¿allí hay vacaciones, papi? —preguntó Valentina con los ojos muy abiertos mientras jugaba con su osito.
—Sí, mi amor. Vacas, pajaritos, árboles enormes... y mariposas de colores —le dijo Andrés, sonriendo por primera vez en días.
—Yo quiero ver mariposas… y le voy a contar a mamá —respondió Valentina, abrazando más fuerte a su osito.
Los abuelos ayudaron a Andrés a empacar. Leo, con su humor habitual, hacía bromas mientras doblaba ropa:
—¡Mira esto! Esta camiseta parece del siglo pasado, Andrés. ¿No era hora de que las jubilaras?
Andrés sonreía débilmente. Gloria doblaba con cuidado los vestiditos de Valentina, mientras metía entre la ropa un suéter tejido por Isabel, que aún olía a ella.
Valentina metía sus juguetes en una maleta pequeña.
—Puedo llevar mi unicornio, abue? ¿Y el libro que leímos con mami?
—Claro, mi amor. Todo lo que te haga sentir cerquita de ella —dijo Gloria, dándole un beso en la cabeza.
Una tarde, Andrés se sentó con el teléfono en la mano y marcó el número de la Escuela Rural La Esperanza . La directora, una señora amable llamada Doña Teresa, contestó con una voz dulce y tranquila.
—Buenos días, habla Andrés Rojas. Me gustaría matricular a mi hija Valentina en kinder . Vamos a mudarnos pronto a la zona…
—Por supuesto, don Andrés. Aquí recibimos con cariño a cada niño. Dígale a Valentina que ya la estamos esperando con los brazos abiertos —respondió ella.
Al colgar, Andrés sintió una mezcla de alivio y tristeza. Un nuevo lugar, una nueva escuela, una nueva vida… pero el mismo amor, el que ahora debía sostener solo.
Los días antes del viaje
Valentina lloró la primera noche que durmió en su camita sabiendo que pronto dejaría a sus abuelos.
—Yo no quiero irme, abue… no quiero que mamá se quede sola —dijo entre lágrimas.
Gloria la acunó como cuando era bebé.
—Mamá siempre está con vos, aunque estés lejos. Y vas a hacer nuevos amigos, vas a ver. Y cuando te dé tristeza, me llamamás, ¿sí?
Valentina ascendió, con el corazón apretado.
Andrés la escuchaba desde la puerta
con el alma hecha nudos. Sabía que su hija estaba creciendo en medio de una tormenta. Pero también sabía que, juntos, encontrarían de nueva la luz.
Y así, entre maletas, lágrimas suaves y abrazos largos, comenzó el viaje hacia Monteverde del Sur. Un nuevo comienzo, no sin dolor, pero con esperanza.