Bajo el mismo techo

Mariposas en el bosque

El auto de Andrés avanzaba lentamente por la carretera rodeada de árboles altos que tocaban el cielo. Monteverde del Sur los recibía con un cielo gris suave, como si también estuviera triste, pero al fondo se asomaba un rayo de sol entre las hojas.

En la parte trasera, Valentina abrazaba a su oso “Toto” y miraba el paisaje pasar como si buscara una mariposa en el viento. No había llorado ese día, pero sus ojos seguían húmedos. Andrés, desde el retrovisor, la miraba en silencio. No decía nada, pero su corazón estaba hecho un nudo.

—Papá… —dijo ella de repente—, ¿aquí también hay mariposas?

—Claro que sí, mi amor —respondió Andrés, con una sonrisa suave—. Monteverde es un lugar donde nacen mariposas todos los días.

Ella apretó a Toto contra el pecho.

—Yo quiero ver una... azul. Como la que mami me dijo una vez que era mágica.

Andrés bajó un poco la velocidad, como si el corazón le pesara. Recordó esa historia. Sofía le contaba a Valentina que las mariposas azules aparecían cuando alguien que amamos venía a decirnos “todo va a estar bien”.

Mientras el auto seguía su camino, sonó el teléfono. Era doña Gloria, la abuela materna.

—Hola, Andrés. ¿Todo bien en el viaje? —preguntó con voz cálida, aunque se notaba que ella también había llorado esa mañana.

—Sí, ya casi llegamos. Valen ha estado tranquila… dentro de lo posible.

—Dale un beso a mi niña —respondió doña Gloria—. Y recuerda que aquí estamos para lo que necesiten, siempre.

—Lo sé, gracias —respondió Andrés, bajando un poco el volumen para que Valentina no escuchara su voz quebrarse.

—¿Abuelita? —interrumpió Valentina desde atrás, al ver el nombre en la pantalla.

—¡Mi amor! —dijo doña Gloria, ahora con la voz dulce y animada—. ¿Ya viste mariposas?

—Todavía no… pero papá dijo que hay muchas. Le dije a Toto que si vemos una azul, es mami.

—Entonces estén muy atentos —dijo doña Gloria, haciendo una pausa para respirar sin que se notara su llanto—. A veces, las mariposas se esconden entre las flores.

Valentina sonrió un poquito.

—Te quiero, abue. Dile a abuelito que le guardé un dibujo.

La casa en Monteverde del Sur era pequeña, rodeada de árboles que silbaban con el viento y un senderito de piedras que llevaba al porche. Andrés abrió la puerta con una mezcla de ansiedad y esperanza. Las cajas estaban apiladas. Valentina entró corriendo, tanteando el suelo como si fuera nuevo.

—Papáaaa… ¡mira! ¡Tiene ventanitas dobles! —gritó, emocionada.

—Elige tu cuarto, princesa.

Ella fue directo al fondo y se detuvo en uno donde entraba la luz dorada.

—Este tiene olor a sol… ¡y parece que hay un árbol que me saluda!

Andrés rió con ternura. Era su forma de sobrevivir, esa chispa en Valentina, ese pedacito de Sofía que quedaba en cada gesto.

—Entonces este es tu castillo.

Esa noche, después de dejar a Valentina dormida entre sábanas nuevas y el abrazo de Toto, Andrés salió al porche con una taza de té. Escuchó los sonidos del bosque, grillos, ramas moviéndose… y el silencio. No era el silencio pesado del hospital ni el de las noches sin Sofía. Era un silencio distinto. Más suave.

Sacó su celular y marcó.

—Lo estamos haciendo bien, Isabel… —susurró—. Un paso a la vez.

La mudanza también trajo consigo un nuevo comienzo laboral. Andrés había conseguido trabajo en un pequeño centro de atención emocional para adolescentes en riesgo. Como psicólogo, siempre le había apasionado ayudar a otros a reconstruirse, pero esta vez, sentía que era él quien necesitaba hacerlo. El centro estaba a solo quince minutos de la casa, algo que le permitiría estar más presente para Valentina, especialmente ahora.

—No puedo sanar a nadie si no empiezo por mí —pensó mientras revisaba el correo en su nuevo escritorio, esa noche.

Al otro lado del vecindario, Lara observaba desde la ventana de su nuevo apartamento. Era una casa tipo cabaña, alquilada por impulso tras firmar el divorcio. Después de diez años de una relación que se volvió gris, decidió huir de la ciudad. De los recuerdos. De las miradas de lástima. De las preguntas que no quería responder.

Mientras tanto, en la misma calle, Lara miraba la luna desde su ventana. Aún no sabía que en esa casa con jardín y cajas apiladas, vivía una niña que hablaba con mariposas… y un hombre que también estaba intentando empezar de nuevo.

Su maleta aún estaba sin desempacar. Solo había abierto la caja donde guardaba su cafetera y su libreta de escritura. Su forma de volver a encontrarse. El silencio del bosque le parecía más acogedor que el bullicio de su vida anterior. Pero, en el fondo, tenía miedo. No de estar sola… sino de no saber quién era sin todo lo que había dejado atrás.

Dos historias rotas. Dos corazones que aún no se conocían. Pero el destino ya había puesto la primera piedra del camino que los haría encontrarse... bajo el mismo techo.




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