Bajo el mismo techo

Picnic

Habían pasado ya cuatro meses desde que todo cambió. Lara había conseguido trabajo en una editorial pequeña, de esas que todavía creían en los libros que tocan el alma. Escribía correos, corregía textos y, a veces, se perdía en las historias que le llegaban.

Andrés seguía levantándose antes del sol, preparando el desayuno con manos cansadas, y dejando a Valentina en el kínder con un beso en la frente y una sonrisa que a veces costaba.

Valentina, con su mochila más grande que ella, entraba al aula con su muñeco “Toto” escondido entre los libros. Lo llevaba todos los días, aunque le dijeran que no.

Le encantaba pintar con las manos y cantar canciones que se inventaba. Tenía una maestra dulce que la cuidaba como si fuera suya, y eso tranquilizaba a Andrés un poco… solo un poco.

Las llamadas de los abuelos maternos se habían vuelto más frecuentes. Querían saber de la niña, escuchar su voz, contarle cuentos por videollamada. A veces Valentina se emocionaba, otras veces simplemente se quedaba callada mirando la pantalla, como si no supiera dónde ubicar ese amor que venía desde lejos, pero que le dolía tan cerca.

Y aunque todo parecía más o menos en orden, había días en los que el aire dolía.

Ese martes costumbre dejar a Valentina, Andrés leyó el cartel en la puerta del kínder: “Invitación: picnic familiar. Todos están bienvenidos.”

Valentina lo miró con ojos brillantes.

—¿Vamos, papi?

—Claro, mi amor. Vamos los dos.

Ese viernes había una actividad especial en el kínder: el famoso picnic familiar.

Andres preparó una cesta con frutas,jugo de naranja. Andrés llevó una manta y una pelota para jugar. Valentina insistió en llevar “galletitas de mamá”, aunque no fueran las mismas.

—Las de mamá tenían chispas mágicas —dijo bajito, con una media sonrisa.

Andrés asintió.

—Estas también tienen magia. La tuya.

El sol estaba tibio, y el pasto olía a recién cortado.

Valentina parecía feliz… al principio. Corrió con otros niños, se ensució las rodillas, se rió fuerte. Pero cuando empezaron a sentarse en las mantas, y cada niño llamaba a “mamá, vení a ver” o “mamá, traeme más jugo”, algo en ella se apagó.

Se quedó mirando a una niña que abrazaba a su madre. Luego bajó la cabeza y susurró algo que Lara apenas alcanzó a oír:

—Yo no tengo mamá...

Fue como si el aire se detuviera un segundo.

—Amor... —empezó Andrés, pero Valentina la interrumpió.

—¡Quiero a mi mamá! —gritó de pronto, con una fuerza que no parecía venir de su pequeño cuerpo—. ¡¡No quiero picnic!! ¡¡Yo quiero a mi mamá!! ¡¡No quiero más cuentos ni dibujos!! ¡¡La quiero a ella!!

Andrés sintió un nudo en el pecho, la alzó en brazos. Valentina lloraba con el cuerpo entero, como si se le partiera algo por dentro.

—Mi amor, estoy acá, te tenemos —le dijo él, apretándola fuerte.

—Pero yo la quiero a ella —repitió Valentina, hundiendo la carita en el cuello de su papá—. Ella me hacía trenzas… me daba el pan calentito… me ponía crema en los cachetes cuando estaban rojos…

Andrés la abrazó más fuerte, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

La tarde continuó, pero ya no era lo mismo. Al volver a casa, el silencio era distinto. Valentina se quedó dormida temprano, agotada de llorar.

Andrés se sentó en la cocina, con las manos en la cabeza.

—No sé si lo estoy haciendo bien —dijo en voz baja.

Andrés llamo a Lara y le contó del picnic

—Lo estas aciendo lo mejor que puedas pero quizás… quizás sea hora de buscar ayuda para ella. Alguien que no sea su familia. Alguien que sepa cómo acompañarla en ese dolor.

Andrés asintió, con los ojos vidriosos.

—Yo soy psicólogo, pero no soy suficiente. No para esto. No para su corazón tan chiquito y tan roto.

—Entonces buscar a alguien para ella—dijo Lara

Esa noche, antes de dormir, Andrés se quedó mirando a Valentina en su cama, abrazada a Toto, con las trenzas medio hechas que le había hecho para consolarla.
Le acarició el cabello con ternura.

—Te prometo que vas a estar bien, mi amor… —susurró, sin saber si se lo decía a ella, o a sí mismo.




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