Bajo el mismo techo

Los hilos invisibles

El picnic había quedado atrás, pero dejó una marca.

Desde aquel día, Andrés notó que Valentina lloraba más seguido. A veces al despertar, otras veces en el camino al kinder. Algunas noches se metía en su cama sin decir palabra, solo con "Toto" en brazos y el silencio en los ojos.

Por eso tomó una decisión.
Ya no quería solo sostener. Quería acompañar, entender, sanar.

Buscó ayuda. Primero para Valentina. Después, para él.

La psicóloga los recibió con ternura. Valentina se quedó quieta al principio, mirando a su alrededor con desconfianza. Pero cuando le ofrecieron crayones y una hoja, dibujó una casita con una nube encima.

—¿Quién vive ahí? —le preguntó la psicóloga.
—Yo, papá y Toto —dijo bajito—. Mi mami vive en el cielo. Pero a veces se me olvida cómo era su voz.

A Andrés se le apretó el pecho.
En su propia sesión, no supo por dónde empezar. Así que lo dijo con sinceridad:
—Estoy cansado. Quiero hacerlo bien, pero a veces… no sé cómo.

La psicóloga lo miró con comprensión.
—Hacerlo bien no es hacerlo perfecto. Es estar. Es pedir ayuda. Y eso ya es amor.

Dos semanas después, los abuelos de Valentina llegaron a pasar el fin de semana.

Gloria llegó con un pastel casero y Leo con un libro viejo bajo el brazo.

—¡Abu Leo! ¡Abu Glori! —corrió Valentina a sus brazos, como si no hubiera pasado el tiempo.

Esa tarde, mientras tomaban chocolate caliente, los abuelos le hablaron con amor.

—Sabes, mi vida —le dijo Gloria acariciándole el cabello—, cuando uno extraña mucho a alguien, es porque ese alguien dejó algo lindo en el corazón.
—Pero a veces duele —respondió Valentina—. Y no quiero que duela más.
Leo le tomó la manito pequeña.
—A veces el amor duele, sí… pero también da fuerza. Cada lágrima es como un río que limpia y deja espacio para que crezca una flor.

Valentina se quedó callada. Luego dijo:
—Hoy en el kinder conocí a Luna. Ella también se pone triste a veces. Le presté a Toto.
—Eso es hermoso, mi amor —le dijo Gloria—. Compartir el cariño es una forma de sanar.

Esa misma noche, mientras los abuelos acostaban a Valentina, Andrés recibió un mensaje de Lara:

“Hoy en el taller hablamos de lo que nos callamos por cuidar a otros. Pensé en ti. No tienes que venir a escribir bonito. Solo a escribir lo que duele, lo que alivia. Si quieres, ven.”

Andrés miró el mensaje largo rato. Había algo en la forma en que Lara escribía que lo hacía respirar más hondo.

Le respondió con un simple:

“Gracias. Tal vez lo intente.”

Y lo intentó.

Les pidió a los abuelos que cuidaran a Valentina esa noche. Gloria sonrió.
—Vete tranquilo. A veces los grandes también necesitan un rato para sí.

El taller estaba cálido. Había café, lápices, papeles, y un grupo de personas que no se conocían pero que compartían algo en común: todos llevaban algo que necesitaban soltar.

Cuando le tocó escribir, Andrés dudó. Pero dejó que la tinta fluyera.

"No sé cómo seguir sin ti. Pero cada vez que Valentina sonríe, siento que estás aquí. No sé si lo hago bien, pero lo intento. Y eso, por ahora, me basta."

Al terminar, no leyó en voz alta. Pero sintió un alivio nuevo. Como si al dejarlo en el papel, parte del peso se hubiera deshecho.

Clara, la coordinadora del taller, leyó un texto que hablaba sobre aprender a vivir con las ausencias. Andrés sintió una punzada, pero también algo parecido a la esperanza.

Al salir, le escribió a Lara:

“Gracias. Hoy no hablé, pero escribí. Y eso me hizo bien.”

Lara respondió:

“A veces no hace falta hablar. A veces basta con sentir. Me alegra que hayas venido.”

Esa noche, Andrés regresó a casa con una paz extraña, suave. Valentina dormía, abrazada a “Toto”, y los abuelos le dejaban un té tibio en la mesa.

Andrés se sentó junto a la ventana, mirando la noche.

Pensó en el duelo, en la escritura, en la ternura que aún persistía a pesar de todo.
Y por primera vez en semanas, sintió que, quizás, todo iba a estar bien. No perfecto. Pero bien.




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