El sol se colaba entre las cortinas beige de la habitación de Lara. Ella abrió los ojos lentamente y lo primero que sintió fue una respiración tibia en su cuello. Andrés, profundamente dormido, tenía un brazo cruzado sobre su cintura y la mano aún descansaba, como sin querer, sobre su abdomen.
Lara sonrió. No era una sonrisa explosiva. Era una de esas sonrisas suaves, de esas que se quedan solo en los ojos.
Se quedó un rato mirándolo. Andrés tenía el pelo todo desordenado, la boca un poco entreabierta y la cara relajada, sin rastro del hombre fuerte que siempre quería parecer. En ese instante, parecía un niño grande.
—¿Estás viéndome dormir? —murmuró él de pronto, con los ojos aún cerrados.
—No sé de qué hablás —respondió ella, mordiéndose el labio para no reír—. Solo estaba asegurándome de que siguieras respirando.
—Ya empezamos con los chistes —respondió él, estirándose—. Pero mirá qué suerte tengo, me desperté al lado de la mujer que me gusta y todavía no me echó.
—Te queda un desayuno para ganarte el derecho de quedarte —dijo ella, levantándose.
Andrés se levantó también, en bóxer y con cara de sueño, siguiendo a Lara como un perro que no quiere separarse del dueño.
—¿Sabés hacer café o solo sabés calentar agua para mate?
—Te voy a sorprender —dijo él con una sonrisa—. Aprendí a hacer panqueques de avena para Valentina. No sabían a mucho... pero eran comestibles.
—Guau, un papá moderno. Me gusta.
En la cocina, él buscó los ingredientes con torpeza. Tiró un poco de harina, rompió mal un huevo, pero lo hacía todo con tanto entusiasmo que Lara no podía evitar reír.
—Sos un desastre y un encanto —le dijo mientras le pasaba una servilleta para limpiarse la cara.
—Me definiste mejor que cualquier psicólogo.
Se sentaron a desayunar en la mesa pequeña, entre risas y un plato compartido de panqueques medio torcidos pero con mucho amor. Andrés la miró por un momento, se quedó callado. Ella notó el cambio en su mirada.
—¿Qué pensás? —preguntó ella, suavemente.
—Que me siento feliz —dijo él, bajando la voz—. Así, simple. Estoy feli contigo.. Con todo lo que somos… y lo que estamos construyendo.
Lara lo miró con ternura. No era fácil para ninguno abrirse, pero ahí estaban, sentados en una cocina desordenada, desayunando mal y amándose bien.
—Yo también me siento así —dijo ella, apoyando su mano sobre la suya—. Como si todo lo que dolió antes… tuviera sentido solo para llegar a esto.
Andrés se acercó y le dio un beso lento, tierno. De esos que no apuran, que dicen más que las palabras.
—No sé qué va a pasar con el mundo —dijo él—, .pero yo quiero seguir eligiéndote. Todos los días.
—Entonces, traé café todas las mañanas —bromeó ella, con los ojos brillosos.
—Hecho —contestó él—. Y si me dejás, panqueques también… aunque salgan feos.
Ambos rieron. Y en ese rincón lleno de migas y luz de mañana, supieron que ese momento, aunque cotidiano, era de esos que se guardan en el corazón