Bajo el régimen de la rosa

Prólogo

1912

Zenda

La lluvia caía con fuerza. El viento rugía amenazando con recuperar lo suyo. La tormenta había llegado.

En aquel salón, frente a todos esos cuadros familiares se encontraba una joven novicia cuyos cabellos rojizos caían sobre sus hombros hasta llegar a su cintura. Las marcadas ondas de su melena combinaban con las curvas de su cuerpo, el largo vestido celeste ceñido en la cintura por una sogilla, realzaban la silueta de la joven.

Mientras esperaba ser anunciada, la joven recorrió con la mirada todos aquellos cuadros. Los rostros serios de sus antepasados la miraban desde las paredes, como si aguardaran que ella, la última en su línea, tomara decisiones que perpetuarían el legado familiar. La familia siempre había sido importante para ella, una constante, un refugio. Su sangre la conectaba a siglos de historia, desde los tiempos de la conquista hasta este preciso momento, en el que sentía; sin saber exactamente por qué; que todo lo que conocía estaba a punto de cambiar.

Algo era diferente esta vez. El familiar calor de pertenecer a esa dinastía se tornaba un peso opresivo sobre sus hombros. Mientras la lluvia tamborileaba en las ventanas, un nudo crecía en su estómago.

¿Por qué la habían llamado tan repentinamente? ¿Y por qué ahora, cuando estaba a punto de desligarse por completo de todo para dedicarse a la vida religiosa?

—Los señores la esperan en la sala familiar —comentó el mayordomo a sus espaldas—, bienvenida de vuelta, señorita Le-Mar.

—No estoy de vuelta, sr. Quinn —respondió calmada la joven—. ¿Sabes para qué he sido llamada? —, con un hilo de curiosidad al final.

El hombre, que poco le faltaba para retirarse, negó y la acompaño hasta donde la esperaban sus padres.

—Papá —saludó la joven en cuanto estuvo frente a ellos—, mamá, buenos días.

—Buenos días, cariño —la saludó su padre acercándose a ella y depositando un beso en su frente—, estás más hermosa que nunca.

—Gracias.

—Querida —se acercó su madre—, ¿ha sido un viaje muy pesado? Escuché que la lluvia te atrapó a medio camino.

La joven negó con una sonrisa complaciente y siguió a sus padres hasta el sillón del salón, tomando lugar frente a ellos.

—¿Han sabido algo de Ada? No ha respondido mis cartas.

Ambos padres se miraron sin saber cómo decir lo que vendría a continuación. La joven intuyó que algo sucedía por como su padre evitaba mirarla a los ojos y por como su madre tomada el mando. Como pocas veces lo había hecho.

—Sobre eso queríamos hablar —respondió su madre tras un incómodo silencio—, Ada está enferma.

Ada, su hermana gemela, se había casado hace siete meses. La joven la había acompañado en ese día tan importante, pero desde entonces no la había vuelto a ver. A menudo se enviaban correspondencia, pero en aquellos tiempos de incertidumbre la joven había pensado que sus cartas tal vez y se habían perdido en el camino.

Ahora se daba cuenta cuan equivocada estaba, pues a medida que hablaba su madre, la joven fue asimilando el por qué del silencio de su hermana.

—Debes saber que su matrimonio fue un contrato. Y si ella muere sin dejar herederos, perderemos todo querida.

A la joven se le formó un nudo en el estómago. Herederos. Aquellos que continúan con el legado familiar. Aquellos que tienen como tarea continuar expandiendo el árbol genealógico.

—Yo no puedo casarme —respondió la joven, sintiendo como las palabras se escapaban de sus labios antes de que pudiera contenerlas—, la próxima semana haré mis votos, mamá.

El silencio que siguió fue aún más opresivo que el rugido de la tormenta afuera.

—No te estamos pidiendo que te cases —intervino su padre, con una voz suave pero cargada de intenciones—. Te estamos pidiendo que tengas un hijo.

Un hijo. Las palabras golpearon su pecho con la fuerza de un trueno. Un hijo no era algo que pudiera borrar, algo que pudiera olvidarse como un mal sueño. La joven sintió cómo una oleada de frío recorría su cuerpo, como si la lluvia que azotaba las ventanas se hubiera colado en sus venas.

Aquello era mucho peor que casarse.

—No romperías tus votos —agregó su progenitora—, y debida nuestra situación, la abadesa ha prometido hacerse de la vista gorda.

Aquella joven sentía que el aire empezaba a faltarle. ¿La abadesa lo sabía? ¿Sabía todo lo que tramaban sus padres y aún así la había enviado con ellos? ¿La traicionó?

—Solo debes cumplir con los deberes de esposa de tu hermana y en unos meses volverás a tu antigua vida. La familia Capaldi criará al niño y si es niña…

—Será una rosa —cortó la joven—, y tendré que criarla yo.

—Eso no pasará, tendrás un niño ya verás y en unos años ni siquiera recordarás esta situación. Será hijo de tu hermana, no tuyo.

Sin siquiera consultarle, ya lo habían planeado todo. ¿Su hermana estaría enterada de todo? ¿Aprobaría aquella situación? Definitivamente no, ella también era una rosa, ella la defendería, pero ella no estaba aquí. Estaba enferma. Estaba muriendo.




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