Bajo el régimen de la rosa

Capítulo I

Aquella noche, el ambiente en el internado era una locura.

Lo que comenzó como una lluvia ligera, se había transformado en una impetuosa tormenta. El viento aullaba, sacudiendo las ramas y a las jóvenes que se atrevían a cruzar el puente. Los truenos resonaban y él se acercaba.

Sin importarles el peligro, tanto jóvenes como adultas avanzaban en un sola dirección.

En el horizonte, las nubes oscuras se amontonan como un ejército sombrío que avanza lentamente hacia el Santuario. El viento susurra con creciente intensidad, agitando las hojas de los árboles y haciendo bailar las ramas en un frenesí premonitorio.

Conectando las dos principales torres del internado, el puente del castillo brindaba la vista perfecta hacia el Santuario donde se podía ver perfectamente que la tormenta arrasaría con el Santuario, al igual que con los sueños de las jóvenes que observaban aterrorizadas la fuerza del agua.

De repente, el primer rayo retumba en la distancia, un rugido profundo que resuena en el aire, anunciando lo inminente. El cielo se ilumina rápidamente en esa dirección, sumiendo el paisaje en una penumbra inquietante. La lluvia parece intensificarse ante la llegada del rayo.

El aroma fresco y eléctrico de la lluvia impregna el aire, mezclándose con el característico olor de la tierra mojada.

En medio de la tormenta, no solo la naturaleza parece desatar su propia sinfonía caótica, sino también la abadesa del internado, quien; sostenida apenas sobre un viejo bastón, se hace escuchar con una voz mucho más potente que el mismo rayo, ordenando así que todas regresen a sus habitaciones.

Pese a la tensión causada por la tormenta, nadie se atreve a contradecirla, no obstante tampoco nadie se atreve a moverse de aquel lugar, ni siquiera la abadesa. En sus ojos, la joven pudo vislumbrar que el verdadero peligro no estaba en la tormenta, sino en lo que venía con ella.

Perdida entre el gentío, protegida de la lluvia, la joven sabía que más que el Santuario, la preocupación de la abadesa era que él volviera. El hombre que se encargaba de llevarse las rosas.

La joven lo había visto pero nadie le había creído, a cambio lo único que había recibido eran burlas por parte de sus compañeras. Y es que para cualquiera que no conociera la historia de la joven, podría parecerle que solo buscaba llamar la atención; no obstante, la abadesa le creía. Pese a eso, la mujer se había negado a revelarle cualquier cosa, amenazando con expulsarla si continuaba preguntando.

Pese a eso, la mujer se había negado a revelarle cualquier cosa, amenazando con expulsarla si continuaba preguntando

Tras resignarse a que la lluvia no terminaría, todas las jóvenes volvieron a sus habitaciones. Ya se preocuparían la mañana siguiente de las rosas.

—Darleen —habló alguien a lo lejos, despertándola de aquellos recuerdos—, Darleen es hora de levantarse. Hoy es el gran día.

Darleen se acurrucó bajo las sábanas, mientras otra tormenta rugía fuera de las paredes del convento. De un azul intenso, la joven en cuestión abrió los ojos sintiendo no haber descansado nada. Había soñado y aquellos recuerdos le habían dejado la sensación de que, tarde o temprano, tendría que enfrentar lo inevitable: salir de la seguridad de la orden. Esa idea la consumía. ¿Estaría preparada? ¿Podría sobrevivir en un mundo que nunca había conocido? De ser así, lo haría bajo sus términos, como una hermana de la Orden.

Y hoy se convertiría en una. Hoy las cosas mejorarían.

Sobándose los ojos, se sentó en el borde de la cama para proceder a estirarse y empezar su rutina. A su lado, perfectamente cuidada a pesar de los años se encontraba una rosa azul, su rosa, aquella que había recibido al momento de graduarse del internado, aquella que floreció después de tan horrible tormenta.

A Darleen; quien empezaba a lavarse el rostro, le gustaba pensar que su rosa era especial; en parte lo era, y era lo único que a lo que no tendría que renunciar el día de hoy.

—Buenos días, querida —la saludó la abadesa en cuanto la joven terminó de colocarse el hábito color celeste, un color común en las novicias —, ¿qué tal amaneciste?

—Estoy muy bien, gracias a Dios. ¿Cómo amaneció usted, madre?

La voz de Darleen era suave y delicada. Jamás había tenido que levantarla y cuando había querido hacerlo, descubrió que como rosa podía hallar otras formas. Ahora como hermana tendría incluso más valor en la sociedad, no solo sería una rosa. Sería una hermana de la Santa Orden De la Rosa.

Amaba la idea.

—Estoy muy bien —, respondió la abadesa, sentándose en el borde la cama —. Sé que es temprano aún, querida. Pero he querido traerte esto, ver si es necesario hacerle algunos ajustes.

A Darleen se le nublaron los ojos al ver las manos de la abadesa. Era su hábito, el hábito de la Orden.

La Orden tenía distintos tipos de hábitos, algunos más casuales y otros más formales, pero el favorito de la joven era el que vestían las novicias cuando se convertían en religiosas. Para ella aquel hábito tenía un significado simbólico y espiritual. Algo que la conectaba aún más con aquel mundo de la Orden. De un color vino intenso, el hábito estaba compuesto por una túnica larga, un velo de encaje color blanco que cubriría los cabellos rojizos de la joven y un manto que usaría sobre los hombros cuando saliera a visitar otros lugares.

—¿Qué te parece? —preguntó la abadesa —, ¿te gusta?

—Es hermoso... muchas gracias, abadesa Vivian. Me quedará perfecto.

Sin poder resistirlo, la joven se acercó para abrazar a la abadesa. La mujer había sido quien había criado a Darleen todo este tiempo, primero como superiora del internado y luego; tras la muerte de la Abadesa Ruth, fue quien la guió en el camino del noviciado.




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