Bajo el régimen de la rosa

Capítulo II

Empapada, alterada y con la respiración entrecortada, la abadesa Vivian vio llegar a la joven. Apenas y había salido en su búsqueda para comunicarle la noticia en cuanto la vio correr hacia su dirección, al parecer ella lo había descubierto antes.

La mente de la joven giraba en una espiral de confusión y dolor. La muerte de su abuela era un golpe que no lograba procesar, pero había algo más: una sombra, un presentimiento oscuro que la perseguía desde aquel incidente. La amenaza del asesino de las rosas la rondaba como una presencia invisible, y no sabía si era real o fruto de su creciente paranoia.

El asesino de las rosas; como lo había apodado la prensa, era el terror de Yedra. Un nombre que evocaba tanto belleza como muerte. Era conocido por despedazar las rosas de sus víctimas, un macabro símbolo de traición, según decían.

Había asesinado a siete rosas a lo largo y ancho del país, y no parecía detenerse jamás. Lo último que se había escuchado de él, es que al parecer un imitador intentaba tomar su lugar, pues aunque los últimos crímenes tenían su firma, había algo diferente en ellos, más ensañamiento, furia, rencor. Darleen por su parte pensaba que más que un imitador, era un aprendiz. Aunque no se atrevía a decir sus hipótesis en voz alta pues la tacharían de loca debido a que la joven novicia se había obsesionado con el caso desde el incidente. Estaba segura que aquel hombre era el asesino de las rosas, pero nadie le había creído. Ni siquiera cuando encontraron a Lyn Martinez; la joven que la pateó, muerta poco después.

Ahora su abuela, la escritora Sae Myers había muerto, convirtiéndose así en la víctima de mayor edad de aquel monstruo.

¿Por qué habría dejado vivir a su abuela tanto tiempo? ¿Para torturarla con aquella idea de ir a por ella?

Darleen sabía que tanto ella como su abuela cumplían con los requisitos de aquel psicópata, ambas compartían el cabello rojizo, los ojos azules, y lo más importante, eran rosas. No obstante, se había obligado a creer que quizá y la desgracia no llegaría a ella. Cuan equivocada estaba.

—Abadesa… —chilló Darleen, lanzándose a los brazos de la anciana mujer—, tengo que hacer mis votos. Tengo que…

—Calma mi niña —le cortó la mujer, ignorando el hecho de que más de una alumna se había detenido a ver que sucedía—, debes cambiarte o te enfermarás.

—La ceremonia…

—Después.

A Darleen se le detuvo el corazón. No podían cancelar la ceremonia. Debía convertirse en monja como de lugar. Si permanecía un minuto más como novicia, la podrían enviar a cualquier lado, en cambio como hermana de la Orden, las cosas serían diferentes.

—No cancele la ceremonia, por favor —suplicó Darleen, limpiándose las lágrimas. No podía llorar, no debía llorar. Lo haría después, cuando formara parte de la Orden. Si la abadesa veía que tenía el corazón roto creería que no estaba lista—. Disculpe si perdí la compostura —dijo casi ahogándose con el nudo que tenía en su pecho—, fue solo un momento, no volverá a pasar. Lo prometo. Soy una rosa.

La abadesa, que tras muchos años había visto a las jóvenes esconderse tras un muro de espinas, comprendió que le sería imposible atravesarlo ahora. A Darleen la dominaba el miedo y a menos que sucediera un milagro, ella seguiría siendo dominada por él.

—Está bien, mi niña —dijo tras un largo suspiro—, ve a prepararte.

Darleen tuvo que tragar una vez más las lágrimas para poder asentir y retirarse. No preguntaría detalles ahora sobre la muerte de su abuela; aunque de todas maneras ya se los imaginaba, no podía enfocarse ahora en ello, debía convertirse en monja para el final del día.

Ignorando las miradas curiosas, la joven se dirigió a su habitación sin estar muy segura de que hacer. Debía alistarse, pero no tenía idea de cómo empezar. Tiritaba de frío y notaba como su cuerpo empezaba a calentarse, se enfermaría y con eso su desgracia estaría completa. Con un movimiento rápido se deshizo del hábito celeste y se metió a la regadera, dejándose llevar por el agua caliente.

Bajo el agua y sin darse cuenta que esta cubría sus lágrimas, se soltó la trenza y procedió a lavarse el cabello para después lavarse el cuerpo. Sus piernas que hasta hace un par de horas estaban bien, ahora estaban raspadas y llenas de moretones. La joven intentó no toparse dichas heridas con el jabón, sin embargo, al notar que eran la excusa perfecta para llorar, se fregó un par de cientos de veces las piernas.

Una vez fuera del agua y envuelta en una toalla, por más que intentaba concentrarse en la ceremonia de hoy, Darleen no lograba hacerlo. Descalza caminaba por su habitación mirando su rosa. La rosa azul. Aquella que recibió seis años atrás y que hoy lucía más viva que nunca.

Sin siquiera pensarlo, comenzó a recitar un viejo poema:

Tan extraña que se creía una leyenda.

Tan bella que se creía una rareza

Y tan viva que se creía eterna.

De la sangre de los Kuntur surgiste

y por tu traición, la esencia de un amante vertiste

Tu traición ha sellado tu destino,

Y por ella, la sangre no dejará de fluir.

La rosa azul, tan extraña que se creía una leyenda,

tan hermosa que se creía una rareza...

y tan viva que se creía eterna,

será ahora símbolo de muerte.

Aquel que la reciba, conocerá su final,

Y nadie jamás te perdonará.

Aquel era un poema de desamor de un Kuntur que fue traicionado por su amada; y que poco antes de morir, la maldijo.

Aunque a la joven siempre le había parecido extraña la manera de amar de aquel Kuntur, la leyenda de la rosa azul siempre la había fascinado, pero ahora sentía que cobraba un sentido más oscuro y personal.¿Qué tanto debió amar a aquella mujer para que su traición le doliera tanto? ¿Por qué por ella, todas las dueñas de rosas azules morían? Su abuela también había recibido una rosa azul, y pese a que su destino tardó en llegar, al final lo hizo.




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