Bajo el régimen de la rosa

Capítulo III

Debes saber mi querida Darleen, que mi muerte no es el final. Para ti, es apenas el inicio.

He intentado escribir esta carta decenas de veces y me he arrepentido otras cientas. No es fácil escribir sabiendo que quién lo leerá probablemente tenga un destino similar al mío, no obstante confío en que tú serás más fuerte que yo y podrás soportar lo que está por venir.

Pude haberte dejado en el internado, mi niña. Sé que eso es lo que tú querías después de todo. Pero no podía aceptar que te prives de lo maravillosa que es la vida. Eres libre, Darly. Y aunque no lo entiendas ahora, eres lo suficientemente inteligente para descubrir el camino hacia la libertad que siempre soñaste.

¿Recuerdas lo que solías decirme cuando iba a visitarte? Porque yo sí.

No me odies, mi niña. No odies a esta anciana que lo único que quiso es tener una familia.

Tú puedes tenerla.

Depende de ti.

Eres la última de nosotras.

Busca a mi abogado Tadeus Kane, es un gran amigo mío. Él podrá guiarte en lo qué quieras hacer de ahora en adelante. También puedes buscar a tus padres si eso es lo que deseas. Recuerda siempre que eres libre de decidir.

Te ama, tu abuela.

Sae Myers.

Darleen no había dicho palabra en todo el camino. Aferrada a la carta que le había entregado la abadesa antes de su partida, había pasado a convertirse en una estatua. A la joven, la cabeza le daba mil y un vueltas. ¿Desde cuándo había tenido esa carta la abadesa? ¿Qué hubiera pasado si hubiera hecho sus votos? ¿La habrían expulsado? Motivos de sobra tenían.

Con la mirada fija en la ventana, Darleen sabía que ninguna de sus preguntas tendría respuesta. Empezaba a sentir amarga la boca, señal de que estaba enfadada. ¿Enfadada por qué? ¿Por qué la echaron a la calle? ¿Por qué su abuela murió? ¿Por qué por primera vez no sabía que iba a hacer de su vida?

Le picaban los ojos. Quería maldecir, pero no sabía cómo. Bastet, su antigua compañera del internado le había enseñado, pero ya lo había olvidado.

Por su parte, Bruno; quien de vez en cuando le dedicada una mirada, era capaz de notar como la joven podía mostrar una amable y bella sonrisa a cualquiera que la saludara, así como también podía permanecer callada por más que este intentara hacerle conversación alguna. Se había rendido con ella. Pese a que había intentado caerle bien, Darleen se había negado a dirigirle la palabra. La abadesa le había pedido paciencia, al igual que todos lo que habían oído de ella, pero a Bruno empezaba a colmarle la paciencia.

—Debes saber que es prioridad ir a la morgue para que firmes los papeles —dijo Bruno, en cuanto se dio el aviso de que estaban por llegar a la estación central de Zenda —, luego podrás ir a dónde quieras.

Darleen; quien no había notado lo cansada que estaba hasta ahora que le empezaron a pesar los ojos, se lamentó internamente no haber dormido la noche del viaje.

—¿Me estás escuchando?

La joven se limitó a asentir y ponerse de pie. Debía lavarse la cara si quería llegar despierta a la morgue, aún faltaba lo peor. ¿Podría ver a su abuela? ¿Se lo permitirían? ¿Sería lo suficientemente fuerte para soportarlo?

—¿A dónde vas? —preguntó Bruno notablemente irritado. Estaba cansado y no pensaba tolerar que Darleen intentase huir.

—Al baño.

—Ya vamos a llegar, puedes ir al baño de la estación —sujetándola por la muñeca.

Darleen lo miró entre indignada, confusa y molesta. ¿Por qué se estaba comportando así? Sin importarle si parecía una escena se soltó golpeándose contra la ventana.

—Bien. Como usted quiera —respondió tomando asiento —, solo sepa que si vuelve a ponerme un dedo encima le cortaré la garganta.

Bruno se quedó tieso ante aquella amenaza. ¿Dónde había quedado la joven que estuvo a punto de volverse monja el día anterior?

Darleen por su parte, sin importarle lo que pudiera pensar el policía, abrió nuevamente la carta y memorizó el nombre del abogado de su abuela. Debía encontrarlo si quería tener un lugar donde pasar la noche, pues aunque podía buscar un rosal, una parte de ella estaba harta de las rosas.

Poco a poco el tren fue deteniéndose hasta llegar a su destino final.

Ubicada en el corazón de Zenda, la Estación Central o también llamada Estación de los Desamparados era una imponente estructura que alguna vez fue el eje del transporte ferroviario de la región. Situada en el margen izquierdo del río Kapono, sobre el jirón Lake y junto al majestuoso Palacio de Justicia, la estación guardaba una historia tanto de esplendor como de abandono.

Su nombre original, "Estación Humbe", rendía homenaje a su arquitecto, pero con el tiempo adquirió su actual denominación en memoria de las miles de familias desamparadas por los hombres que partieron a la guerra y nunca regresaron.

Concebida inicialmente para servir a Andra; la capital, su destino cambió y fue erigida en una de las ciudades más apartadas del centro político. La construcción, finalizada en 1919, destaca por la incorporación de técnicas innovadoras para la época, como el uso de concreto armado y estructuras de hierro, complementadas con amplios telares de malla metálica.

La estación de Zenda era muy diferente a la de Lars. A diferencia de la segunda, Zenda no solo estaba custodiada en su totalidad por la guardia del debilitado Régimen Braista, sino que también conservaba ese ambiente majestuoso que pocos lugares tienen y que personas como ella, no pueden dejar de admirar.

Tomando un folleto, la joven leyó acerca de la construcción de la estación, la cual está dividida en tres niveles, siendo el superior el más majestuoso. Sus ventanales enormes, que parecen rendir tributo al místico Santuario de las Rosas, permiten que la luz inunde el espacio, otorgándole una atmósfera casi sagrada a un edificio marcado por el paso del tiempo y el olvido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.