Bajo el régimen de la rosa

Capítulo IV

Darleen

Las cosas no habían mejorado en estos días y al parecer no mejorarían. Mi madre insistía en verme antes del funeral pese a que yo me había negado por todos los medios. De alguna manera me había encontrado y ahora no se daba por vencida. Quería pelear por una herencia de la que yo no tenía idea y de la que tampoco tenía intención alguna quedarme, pero me enfadaba sobremanera que no me dejara enterrar en paz a mi abuela. Hoy era el funeral y amenazaba con llevar al notario para la lectura del testamento. No podía hacer nada, mucho menos ahora que vivía bajo el techo del rosal Carel y había aceptado sus reglas.

Carel era una de las tantas casas para jóvenes rosas que salen del internado y deben enfrentarse a la vida real. Al igual que el internado tiene reglas y al no tener donde quedarme, no me quedó opción que aceptarlas. Aquí no era novicia, ni mucho menos una casi hermana de la Orden, era una joven mayor a la que habían expulsado del noviciado por ser un peligro inminente para el resto. No conocían mi historia, al parecer la abadesa Vivian lo había preferido así.

Llevaba tres días fuera del internado y ya quería volver. No. No quería volver, quería desaparecer a donde la locura del monstruo que asesinó a mi abuela no me persiga, pero para eso necesitaba dinero y si aceptar la herencia de mi abuela era la única forma de lograrlo, debía hacerlo. No volvería al internado, no volvería a ser una novicia, eso estaba claro, ya no me querían ahí y yo empezaba a resentir todo lo que creía conocer de ese lugar.

De frente al espejo, observo mi rostro. He adelgazado y el vestido negro sin mangas que llevo puesto no ayuda en lo absoluto. Mis ojos lucen más apagados de lo normal, por lo que aprovechando aún la luz de la tarde, tomo unas gafas de sol. Me coloco los guantes, procurando cubrir la mayor parte de mi brazo moreteado. Para pagar la inscripción al rosal tuve que vender mi sangre. Era eso u otra cosa.

—¿Estás segura que quieres ir sola? —, pregunta Sara, haciendo sonar su bastón blanco al ingresar a mi habitación —, perdona, no sabía que la puerta estaba abierta. ¿Puedo pasar?

—Claro, ten cuidado las cosas, no he terminado de desempacar.

—No te preocupes. ¿Cómo estás?

Sara Kingsman era la única persona que me hablaba en este lugar. A diferencia del resto de mujeres Sara era amable y simpática conmigo, puede que fuera porque no podía ver mi color de ojos, ni mi color de cabello, pero estoy segura que aunque pudiera hacerlo, ella me trataría igual. Apenas y nos llevábamos un año, ella era mayor que yo, no obstante no había salido del rosal debido a que su madre lo dirigía y ella la ayudaba en lo que podía. A mi parecer, su madre la controlaba demasiado, pero que podría saber yo, si no conozcía a la mía del todo.

—Sara, ¿alguna vez has pensado en irte lejos? Ya sabes, dejar todo atrás —pregunto, sentándome a su lado.

—Más de lo que imaginas —sonriendo y buscando mi mano —, todas soñamos con eso, Darly. Sin embargo, muchas de nosotras pasamos de una cárcel a otra.

—A mi solía gustarme mi cárcel —respondo, refiriéndome al internado —, ahora me siento… perdida. No sé que hacer.

—¿Te puedo contar un secreto? —pregunta mirando hacia la dirección de la puerta, esperando que le confirme que no hay nadie cerca. Le hago caso y me pongo de pie para cerrar la puerta.

—Me encantaría.

—Yo no era ciega, Darly —, eso lo sabía, sino lo recordaría —, sin embargo, en mi segundo año de universidad me enamoré perdidamente de un hombre. Amaba mirarlo, su sonrisa, su nariz, sus labios… Él no me conocía, por supuesto, pero yo sabía todo de él. Podía reconocerlo sin mirarlo, solo con escuchar su voz. Podía sentir su presencia y ¿sabes que pasó? —guardo silencio esperando que continue —, tuve el accidente. Cuando descubrí que había quedado ciega, pensé que no podría volver a la universidad, pensé en volverme monja, volver a esa cárcel que a ti tanto solía gustarte, fue entonces cuando él apareció. Y pese a que no podía verlo, pude sentirlo. Pese a que nunca habíamos compartido nada, supe que no podría irme así por así. Me aferré a ese recuerdo y puede que te suene tonto, pero es por ese recuerdo que vivo cada día. Porque mientras podía ver, pude verlo.

—¿Ustedes nunca…?

—Mi madre se enteró y me trajo aquí, a esta cárcel. Aveces creo que si él volviera, pudiera sentirlo nuevamente, pero no he vuelto a saber nada de él.

—Sara…

—Quiero que vivas Darly, aprovecha tu vida, no guardes rencor.

—¿Cómo lo…?

—Puedo sentirlo. Te estás llenando de odio y me temo que perderás ese corazón puro que tienes. Sé que duele todo lo que está sucediendo, duele casi como perder la visión. Te sientes a la deriva, sientes que nadie te entiende, que las personas te juzgan. Pero debes saber que siempre hay una forma de sobrevivir. Yo decidí sobrevivir por el recuerdo de ese hombre, ¿cómo lo harás tú?

Intento pensar en una respuesta pero alguien nos interrumpe buscando a Sara. Me despido de mi castaña amiga y tomo mis cosas aún con sus palabras en la cabeza. De camino a la iglesia, intento ocultar mis ojos bajo los lentes así como mi cabello bajo una pañoleta que deberé quitarme al llegar pues me hace lucir como si me escondiera de alguien.

El funeral empezaría pronto y yo ya iba tarde, aunque aparte de mi madre, Bruno, Amaia y yo, no asistiría nadie más. No había logrado ubicar a Tadeus Kane, al parecer no vivía en Zenda desde hace varios años y había dejado claro que no tenía intención de volver. Tal parece que no soy la única que odia esta ciudad.

La capilla de Santa Lucía pertenecía a la Orden De la Rosa y era el lugar elegido para la ceremonia de mi abuela. No era un lugar “adecuado” como habría de decir mi madre cuando le comuniqué mi decisión, pero no le quedó otra opción cuando le avisé que de no asistir, no habría ningún problema.

En la capilla se encontraba la cripta de las rosas, un lugar donde algunas mujeres pedían sean dejados sus restos. Para ello, la única condición era ser cremada y que un rosal sea plantado en el jardín. La primera condición se debía a que en tiempos de la conquista, a muchos hombres no les importó las mujeres estuvieran medio muertas para abusar de ellas, con tal de satisfacer sus más bajos instintos, fueron capaces de ultrajar sus cuerpos que ya nada podían hacer para defenderse. Muchas de ellas incluso habían muerto durante el acto.




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