Harper
El aire en Roma era tan denso como el humo de una cocina cerrada. O más bien como mis pensamientos desde hacía meses. Bajé del taxi arrastrando mi maleta —una enorme Samsonite blanca que ya tenía manchas de aeropuerto— y me planté frente al pequeño hotel boutique que Emma había elegido. Se suponía que era “auténtico y con encanto”. Yo ya empezaba a traducir eso como: sin aire acondicionado.
—¿Puedes creer esto? —resopló Emma, abanicándose con su pasaporte—. Ni siquiera hemos llegado a la habitación y ya estoy sudando por lugares en los que no sabía que se podía sudar.
—Bienvenida al Viejo Mundo —murmuré, intentando mantener el sarcasmo bajo control.
Nos registramos, dejamos las maletas y salimos a caminar sin rumbo, más por necesidad de sobrevivir al jet lag que por entusiasmo. Las calles estaban vivas: motos rugiendo, conversaciones en italiano como música de fondo, turistas deteniéndose cada tres pasos para tomarse selfies. A mí solo me retumbaba la cabeza. Necesitaba sombra. Y un café.
Encontramos una pequeña terraza en una esquina pintoresca del Trastevere. Mesitas de hierro forjado, toldos blancos, macetas colgantes. Había una sola mesa libre, junto a una bugambilia gigante. Me lancé como si fuera un oasis.
—¡Finalmente! —dije, dejando caer mi bolso en la silla.
Pero justo cuando me iba a sentar, una sombra se interponía. Un chico, moreno, alto, camisa blanca abierta hasta el pecho y esa expresión de "esta mesa es mía y tú no lo sabes aún".
—Scusa, io ero qui prima —dijo en tono tranquilo, pero firme.
—Perdón, ¿qué?
—Esta mesa —repitió, ahora en inglés, con acento marcado—. La estaba esperando.
—¿Y yo qué? ¿Una planta decorativa? Estaba vacía. Me senté. Caso cerrado.
Él alzó una ceja. Tenía rizos oscuros y una cámara colgada al cuello. Turista local, seguramente. Arrogante nivel experto.
—Mira, americana —dijo con una media sonrisa insolente—, si quieres pelear por una mesa, al menos trae argumentos mejores que "me senté primero".
Yo sentí que explotaba. Y no era sólo por el calor.
—Y tú, italiano —espeté—, si vas a asumir que puedes imponer tu acento y tus ojitos mediterráneos para conseguir lo que quieres, escogiste a la persona equivocada.
Nos miramos con intensidad. Una guerra silenciosa. Finalmente, él bufó, levantó las manos y se dio media vuelta sin decir nada. Yo gané. Técnicamente.
Pero cuando me senté, no pude evitar mirar hacia la calle para ver si él se había ido del todo.
Lo había hecho. Pero dejó algo atrás: una molestia bajo la piel. Como una chispa que no se apaga con agua fría.