Luca
Odio el verano en Roma. Demasiado calor, demasiados turistas y demasiadas fotos innecesarias de gelatos y edificios que nadie sabe nombrar.
Me senté en mi café habitual, el de siempre, donde la señora Antonella ya me conoce y me da el espresso antes de que lo pida. Excepto hoy. Hoy, alguien me había ganado la mesa bajo la bugambilia. La mesa perfecta para observar la calle. Para inspirarme.
Y esa “alguien” era una rubia con acento americano y más actitud que un político en campaña.
—¿Qué tienen las estadounidenses que llegan creyendo que el mundo gira alrededor de sus AirPods? —murmuré en voz baja, hojeando mi libreta.
No era la primera vez que veía a una así. Venían cada verano, con su “estoy aquí para descubrirme” tatuado en la frente. Lo que descubrían, usualmente, era cuántos tragos podían tomar antes de besar a un local en una playa de Amalfi.
Pero ella… ella tenía fuego.
Después de dejar el café, caminé hacia el centro. No tenía nada que hacer hasta la noche y la luz de la tarde era perfecta para fotografiar. Callejeé sin rumbo fijo, buscando sombras interesantes, reflejos en escaparates, niños jugando con globos.
Y entonces la vi.
Ella. Frente a la Fontana di Trevi.
Estaba de espaldas, con un sombrero blanco y una blusa suelta que dejaba ver sus omóplatos marcados. Se acercó a la fuente como si fuera un ritual. Sacó una moneda. Cerró los ojos. Y lanzó su deseo al agua.
Me quedé quieto. Observándola. No era una foto. Era un cuadro.
Ella giró la cabeza y me vio.
Nuestros ojos se cruzaron. Por un segundo.
Luego, fingí no reconocerla.
—Turistas… —dije en voz baja, girándome para tomar una foto a otra cosa, cualquier cosa. Como si no me importara. Como si no la recordara.
Pero mientras el obturador de mi cámara hacía clic, lo único que veía era su cara de fastidio. Y su voz con filo.
Tal vez no era como las demás.
O tal vez solo era otra equivocación.
Pero por alguna razón, no podía dejar de pensar en ella.