Bajo el sol de Italia

Capítulo 3: Tres monedas, un deseo

Harper

La Fontana di Trevi era más grande de lo que esperaba. Más brillante. Más caótica. Estaba rodeada de gente que levantaba los brazos con sus teléfonos como si estuvieran rezando a un dios de silicona. Me abrí paso entre la multitud como pude, hasta llegar al borde de la fuente.

—Vamos, Harper. Hazlo —me dije en voz baja.

Saqué tres monedas del bolsillo trasero de mi short de lino. Una tradición absurda, sí. Pero en ese momento necesitaba creer en algo. Aunque fuera en el fondo de una fuente italiana.

La primera moneda era para regresar a Roma, decían. La segunda, para encontrar el amor. La tercera… para casarse con esa persona. Pero yo no creía en nada de eso. Así que inventé mis propios deseos.

La primera: que mi madre dejara de ocupar tanto espacio en mi cabeza.
La segunda: que pudiera volver a amar sin miedo.
La tercera: que este verano me cambiara, aunque no supiera cómo.

Tiré las tres, una a una, con los ojos cerrados. El agua brilló al recibirlas.

Y entonces, escuché una voz detrás de mí:

—¿Ya hiciste tu pedido de romance veraniego, americana?

Giré en seco.

—¿Tú otra vez?

Luca. El chico del café. El mismo que me robó la paciencia y la mesa. Ahora apoyado casualmente contra una columna, con su cámara colgando como si formara parte de su cuerpo.

—¿Me estás siguiendo?

—Roma es pequeña —dijo, encogiéndose de hombros—. Y tú haces ruido.

—Eso es sexista.

—Eso es realismo.

Bufé. Empecé a alejarme, pero él me siguió.

—Las americanas siempre tiran monedas esperando que el destino haga todo por ellas —añadió, como quien habla de la lluvia.

—¿Y ustedes los italianos qué hacen? ¿Se sientan a criticar?

—No. Hacemos algo. Vivimos. Nos equivocamos. Pero no le pedimos a una fuente que nos salve.

Lo miré. Sus ojos ámbar tenían algo desafiante, como si disfrutara de cada una de mis reacciones.

—Te tomas demasiadas libertades —le solté.

—Y tú te tomas demasiado en serio.

Quise contestar algo inteligente, algo demoledor, pero mi mente estaba tan revuelta como el agua de la fuente. Me alejé sin decir más.

Pero mientras caminaba, podía sentir su mirada en mi espalda. Como una línea invisible que aún me ataba a ese lugar.




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