Bajo el sol de Italia

Capítulo 7: Callejones y comentarios venenosos

Harper

Vernazza parecía sacada de una acuarela mal hecha: tan perfecta que casi dolía mirarla. Casas en tonos pastel, barcos pequeños flotando en el puerto, ropa tendida como decoración improvisada. Emma y Alessandro desaparecieron entre puestos de limoncello y sandalias de cuero. Yo aproveché para escaparme también, aunque en dirección opuesta.

Necesitaba aire. O algo parecido a tranquilidad.

Caminé por un callejón estrecho, buscando rincones con sombra. Saqué mi libreta y, apoyada contra una pared de piedra antigua, empecé a dibujar una ventana con macetas desbordadas de flores. El lápiz rozaba el papel con suavidad. Por un momento, el mundo se detuvo.

Hasta que escuché una voz detrás de mí.

—¿Dibujando los clichés italianos?

Suspiré. No tenía que girarme para saber quién era.

—¿Tú otra vez?

—Te sigo por precaución. Podrías tropezar con otra piedra asesina.

Giré los ojos, pero sonreí, aunque no se lo mostré.

—Estoy bien sola.

—Lo sé. Pero tienes mal sentido de la orientación. Esa calle da al puerto… o a una bodega de vino, no recuerdo.

—Entonces deberías dejarme perderme —repliqué—. Podría ser liberador.

Luca se apoyó junto a mí en la pared, sin pedir permiso. Olía a sal, sol y algo levemente cítrico.

—¿Siempre ves el mundo como si fuera un bosque lleno de trampas?

Lo miré. Tenía el cabello revuelto por el viento y las gafas de sol colgando del cuello de su camisa.

—¿Y tú siempre asumes que puedes analizar a la gente?

—No. Sólo cuando no entiendo por qué me intrigan.

Esa palabra… intrigan. Me hizo pestañear.

—No vine a Italia para conocer a nadie —murmuré—. Vine a no pensar. A desaparecer un poco.

—Entonces viniste al lugar equivocado. Italia no deja que nadie desaparezca. Aquí todo grita. Colores, sabores, personas.

Nos miramos. Sus ojos tenían ese tono entre dorado y tierra mojada.

—¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿Acechando turistas con cámaras?

—Trabajo, en teoría. Pero en realidad… —hizo una pausa—. Estoy intentando recordar por qué amo esto. A veces lo olvido, cuando todo se vuelve… demasiado.

Sentí un eco en su confesión. Como si, por primera vez, habláramos sin cuchillas.

—El arte también se vuelve demasiado —dije—. Es por eso que lo necesito y lo odio al mismo tiempo.

Él asintió.

—Tal vez por eso nos molestamos tanto el uno al otro.

—¿Por qué?

—Porque nos parecemos más de lo que queremos admitir.

Me quedé en silencio. Luego cerré la libreta con suavidad.

Y por primera vez, no lo odié.




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