Harper
No me gustaba la playa.
El sol se metía entre la ropa, la arena se colaba por todos los lugares equivocados, y el viento tenía esa manía de enredar el cabello justo cuando querías tener algo de dignidad. Pero esa tarde en Monterosso… se sentía distinta.
El grupo se había dispersado por la costa. Emma y Alessandro estaban en modo comedia romántica, persiguiéndose en el agua. Me senté sobre una toalla grande, con los pies enterrados en la arena tibia, y la libreta sobre las rodillas. Traté de dibujar el perfil de la colina, pero algo me distraía.
O, más bien, alguien.
Luca, a unos metros, descalzo, con los pantalones doblados hasta la pantorrilla, la cámara colgando floja del cuello. El sol descendente lo bañaba en tonos dorados, como si él también fuera parte del paisaje.
Me odié un poco por mirarlo así.
Después de todo lo que habíamos discutido, de todas las frases afiladas que nos habíamos lanzado, no tenía sentido que ahora… no pudiera apartar los ojos. Él estaba tomando fotos de un grupo de niños que jugaban con una pelota vieja, riendo a carcajadas. Había ternura en su expresión. Casi no parecía el mismo tipo sarcástico que conocí días atrás.
Y cuando levantó la mirada, como si pudiera sentir que lo observaba, nuestras miradas se encontraron.
No fue largo. Ni intenso. Pero fue suficiente para que algo se encendiera dentro de mí.
Me levanté con torpeza, sacudiendo la arena de las piernas. Caminé hacia la orilla, fingiendo que buscaba conchas, pero en realidad… sólo quería respirar.
—¿Buscas inspiración o estás escapando de tus propios pensamientos? —preguntó su voz detrás de mí.
No me giré.
—¿Tú qué crees?
—Creo que haces ambas cosas al mismo tiempo.
Me di la vuelta. Él tenía los pies mojados, el cabello revuelto por la brisa marina, y una media sonrisa.
—¿Sabes que puedes ser insoportable? —le dije.
—Sí. Pero también irresistible, ¿cierto?
Me crucé de brazos.
—No te creas tanto.
—No me creo nada. Sólo… te observo. Y no me das la impresión de que seas tan dura como finges.
Quise negarlo. Quise burlarme. Pero el sol se estaba ocultando, y había algo en el aire… que no me permitía mentir.
—No vine a Italia a encontrar a nadie —dije, bajando la mirada.
—Lo sé.
—Y no quiero sentir nada por ti.
—Tampoco vine buscando sentir —respondió, más serio.
Hubo un silencio entre nosotros. El tipo de silencio incómodo… pero honesto. Uno donde las palabras no importan tanto como la presencia.
Cuando el sol terminó de caer, él se alejó, caminando por la orilla.
Y yo… me quedé ahí.
Sin saber por qué ya no podía odiarlo del todo.