Capítulo 11 – La caída de Hamán y la salvación del pueblo

Tras la valiente confesión de Ester, el palacio se llenó de una tensión palpable. Hamán, el arquitecto de la destrucción, vio cómo su poder se desvanecía como arena entre los dedos.

El rey Asuero, con gesto solemne y rostro endurecido por la traición, ordenó su arresto inmediato. Hamán intentó suplicar, pero su arrogancia y su maldad habían sellado su destino.

Mientras tanto, Mardoqueo fue elevado a una posición de honor, justo al lado del rey. Fue reconocido públicamente por su lealtad, sabiduría y por haber salvado la vida del monarca.

El pueblo lo celebró, pues se convirtió en un hombre grande entre los judíos, estimado por la multitud de sus hermanos. Buscó el bienestar de su nación y la paz de su gente, actuando con justicia y humildad.

La noticia se difundió rápidamente por todo el imperio: los judíos serían protegidos. El decreto cruel fue revocado y reemplazado por un nuevo edicto, donde la esperanza reemplazó el temor.

En Susa, la alegría estalló en cada rincón. Las calles se llenaron de luz, las casas se adornaron de júbilo, y las oraciones se alzaron al cielo como perfume grato.

Ester, la reina que había arriesgado todo, fue honrada como símbolo de fe, coraje y amor.

En la intimidad del palacio, Ester y Asuero compartieron momentos de ternura silenciosa, sabiendo que juntos habían cambiado el destino de una nación.

La luz del amanecer parecía más brillante que nunca, como si el cielo mismo celebrara su victoria. Era el reflejo del poder del amor, de la fe y del valor.

Y así, Ester fue conocida por generaciones como una mujer que actuó movida por la fe, confiando en que su rey la escucharía… porque entre ellos no solo había una corona, sino un amor limpio, firme y verdadero.

Construyeron un camino lleno de amor, confianza, y, sobre todo, guiado por la fe en un Dios eterno: el Dios que los acompañó el resto de sus días… y más allá de la eternidad.