Bajo Juramento

PRÓLOGO

El reloj marcaba las 3:47 a.m. cuando Elliot Rhodes despertó sobresaltado. Algo había roto el silencio nocturno en su casa de Oxfordshire, una mansión que solía sentirse como un refugio. Apenas vestido con una camiseta y pantalones de pijama, se levantó de la cama.

Desde lo alto de la escalera, vio la puerta principal entreabierta, algo inaudito en su hogar siempre seguro. Bajó con cuidado, sintiendo un peso en el pecho que no podía ignorar. Sus pasos resonaban contra el suelo de madera mientras cruzaba el pasillo hacia el despacho de su padre.

La escena que lo esperaba allí quedó grabada en su memoria para siempre: Henry Rhodes, su padre, yacía inmóvil en el suelo, con una mancha de sangre expandiéndose en su camisa blanca. Un charco rojo se extendía bajo su cuerpo, reflejando las luces pálidas de la luna que entraban por la ventana.

—¡Papá! —gritó Elliot, cayendo de rodillas junto a él.

Intentó detener la hemorragia con sus manos, pero era inútil. El cuerpo de su padre estaba frío, su mirada vacía clavada en el techo. Una carpeta abierta sobre el escritorio, con páginas dispersas por el suelo, era lo único fuera de lugar en la habitación.

Cuando llegaron los oficiales de policía, lo apartaron con suavidad.
—Lo sentimos mucho, joven —dijo uno de ellos, con voz cansada—. Parece un robo que salió mal.

Elliot no respondió. Su mente giraba en círculos. Las palabras del oficial no tenían sentido: nada había sido robado, salvo quizás el contenido de aquella carpeta. Esa noche, bajo las luces parpadeantes de los autos policiales, hizo un juramento silencioso: descubriría la verdad, aunque tuviera que enfrentarse al sistema que debería haber protegido a su padre.

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Doce años como abogado penalista le habían enseñado a Alexander Carter que la verdad rara vez era clara, pero la intensidad de Elliot al irrumpir en su despacho aquella tarde lo tomó por sorpresa.

—¿Es esto cierto? —gritó Elliot, arrojando un expediente sobre el escritorio de Alex. Sus manos temblaban, sus ojos ardían de rabia contenida.

Alex recogió los papeles con calma forzada. Al leerlos, sintió un nudo en el estómago. Documentos internos que conectaban su firma con empresas responsables de encubrir crímenes en Reino Unido, incluyendo el asesinato de Henry Rhodes.

—Déjame explicarte… —intentó decir.

—¡No me expliques nada! —Elliot golpeó la superficie del escritorio—. Tú sabías. Desde el principio, sabías quién era mi padre y qué le hicieron.

—No lo sabía cuando acepté el caso —dijo Alex con voz baja, levantándose de su silla—. Y cuando lo descubrí… era demasiado tarde.

Elliot soltó una risa amarga.
—¿Demasiado tarde para qué? ¿Para renunciar? ¿O para confesar que te beneficiaste de su muerte?

Alex se acercó, su rostro reflejando una mezcla de culpa y desesperación.
—Elliot, lo siento. Intenté detenerlo, pero las cosas no son tan simples.

—No son simples porque tú te aseguraste de que no lo fueran —respondió Elliot, dando un paso atrás, como si alejarse físicamente pudiera protegerlo de la traición que sentía—. Mi padre está muerto, y tú te lucraste de su muerte.

El silencio se hizo pesado en la oficina. Alex quería acercarse, detenerlo, explicarle que había intentado redimirse en secreto. Pero sabía que no había nada que pudiera decir para aliviar el dolor de Elliot.

—Te destruirás si sigues por este camino —advirtió Alex, su voz ahora teñida de desesperación.

Elliot lo miró con ojos llenos de lágrimas, mezcla de furia y tristeza.
—Y tú ya estás destruido.

Elliot salió del despacho sin mirar atrás. Las puertas del ascensor se cerraron frente a Alex, dejándolo solo en la habitación que ahora se sentía vacía y fría. Por primera vez, el abogado implacable sintió lo que era perderlo todo.



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Editado: 01.01.2025

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