Enormes bestias emergieron de la penumbra, sus ojos brillando con una fiereza animal mientras saltaban hacia nosotros. Cerré los ojos con fuerza, encogiéndome tras Viridiel, esperando lo peor. Sentí el aire moverse, el temblor del suelo con cada zancada de aquellas criaturas, pero no llegó el dolor que anticipaba. Me atreví a abrir los ojos y lo vi: Viridiel era una sombra entre sombras, moviéndose con una precisión letal, sus dagas atravesando carne y pelaje con una facilidad que me heló la sangre.
Giré la cabeza en busca de Lorias. Estaba más atrás, forcejeando con una criatura enorme que le tiraba con violencia del brazo. Vi cómo lo atrapaban, cómo los colmillos se clavaban en su carne y cómo él gritaba. Un grito tan desgarrador que se me rompió el alma. Respondí al instante, gritando su nombre, intentando correr hacia él, pero Viridiel me sujetó y me colocó detrás de él con un solo movimiento, rápido, firme.
Corrió hacia Lorias. Con una fuerza brutal, hundió su daga en el cráneo de la bestia que lo tenía atrapado. El cuerpo cayó a un lado, y Lorias se desplomó de rodillas, con el brazo colgando, ensangrentado y pálido. A su alrededor, más criaturas emergían como salidas de una pesadilla sin fin.
Viridiel se interpuso entre ellos, girando sobre sí mismo, cortando con un ritmo frenético. Era rápido, letal, pero incluso él comenzaba a jadear. Las criaturas parecían multiplicarse. Por cada una que caía, otra más tomaba su lugar.
Sentí entonces un escalofrío recorrerme la espalda. Me giré y ahí estaba: una bestia de pelaje oscuro y hocico largo, con los ojos encendidos por un hambre primitiva. Me observaba, saboreando la escena. Sabía que estaba sola. Sabía que yo lo sabía.
Retrocedí un paso. Luego otro. Pero no servía de nada. La criatura avanzaba lenta, segura, dejando ver sus garras y colmillos como una amenaza evidente. Mi cuerpo se paralizó. Quise correr, pero no pude. El miedo me atenazó el pecho.
Cerré los ojos. Me dejé caer de rodillas. Me rendí.
—¡Naerya! —oí mi nombre en un grito desesperado.
Un golpe seco sonó a mi lado. Abrí los ojos y vi una daga clavada en el suelo, lanzada desde lejos. Viridiel. Me estaba dando una oportunidad. Me miró brevemente, con esa seriedad que siempre llevaba encima, pero esta vez, vi algo más: confianza.
Apreté la empuñadura de la daga con fuerza. Me giré justo cuando la bestia saltaba hacia mí. Rodé por el suelo, esquivándola por muy poco, y me levanté tambaleante. Mi respiración era errática, mi corazón desbocado. El animal giró sobre sí y volvió a lanzarse. Lo esquivé de nuevo. Recordé los juegos con Lorias, las veces que él intentaba atraparme y yo me le escapaba. Esas veces en las que él siempre perdía. Esas veces que ahora me estaban salvando la vida.
Pero una embestida me tomó por sorpresa. La criatura me lanzó al suelo, clavándome contra la tierra. Su aliento fétido me llenó los pulmones. Luché con todas mis fuerzas, golpeando, empujando. Logré alzar la daga y hundirla en su costado. Chilló, retrocedió, y volvió a lanzarse.
Esta vez, ya no tenía escapatoria. Cerré los ojos. Sentí el peso, la presión... y luego, nada.
Abrí los ojos con cuidado. La criatura yacía a mi lado, muerta. La daga clavada justo en el centro de su pecho.
Frente a mí, Viridiel. Con ese porte imposible de ignorar. Me ofreció la mano.
—¿Estás bien?
Lo miré con extrañeza. Asentí despacio, mientras aceptaba su ayuda para incorporarme. Me dolía todo el cuerpo, pero estaba viva. Y eso era un milagro.
—¿Preocupado por mí, Viridiel? —intenté bromear, aunque mi voz temblaba.
Me soltó al instante, dejándome caer de nuevo.
—Recuerda que si tú mueres, adiós Elythen —respondió seco, girándose. Pero vi una sonrisa fugaz, casi imperceptible, en la comisura de sus labios. Y eso me sorprendió más que cualquier criatura.
Respiré hondo. Miré a mi alrededor. Las criaturas que quedaban nos observaban a lo lejos, como si dudaran. Sus cuerpos tensos, sus hocicos aún babeando... pero retrocedieron. Uno a uno. Lentamente. Como si comprendieran que ya no les merecía la pena seguir. Que su ventaja se desvanecía. Y entonces, se fueron.
Solo quedó el silencio. Y el dolor.
Me puse en pie como pude, tambaleándome, y lo seguí. Teníamos que encontrar a Lorias. Tenía que asegurarme de que estaba bien.
Me esforcé en levantarme, con cada músculo protestando, hasta llegar a la altura de Viridiel, que me esperaba en silencio.
—Está ahí… —señaló con la cabeza hacia un árbol, y antes de que pudiera decir más, corrí.
—¡Lorias! —grité con desesperación mientras me lanzaba hacia él.
Estaba sentado entre las raíces del árbol, con el cuerpo vencido hacia un lado, apoyado contra el tronco, y los ojos apenas entreabiertos. Su brazo colgaba vendado con un trozo desgarrado de su camisa, y el vendaje ya estaba manchado de rojo.
—Has estado… increíble, Nyra… —susurró con voz temblorosa, jadeando entre cada palabra. Con su única mano libre acarició mi mejilla, como si necesitara asegurarse de que aún seguía ahí con él.
—Gracias a nuestros juegos —reí, aunque me dolía todo, incluso reír—. Nunca pudiste tocarme, ¿recuerdas?
—Lo sabía... sabía que algún día servirían para algo.
—Tú también has sido valiente. Lo hiciste bien —le sonreí mientras sujetaba su mano con ambas mías, apretándola con suavidad.
—No digas tonterías, mira cómo estoy…
—Pocas personas sobreviven a algo así, Lorias —le dije, mirando su brazo con el corazón encogido.
Intentó incorporarse, con dificultad, y me miró con esa intensidad que siempre me desarmaba. Sus ojos miel estaban opacados por el cansancio, pero aún brillaban con fuerza.
—Te lo prometo, Nyra… Seré un buen guardián. No me volverás a ver tan malherido nunca. Te protegeré siempre. Esto solo ha sido el comienzo.
Sus palabras me calaron hondo. Él sentía que había fallado, que no había estado a la altura… pero yo sabía la verdad. Lo había dado todo. Y si estaba herido era porque se había interpuesto entre mí y la muerte.