Tressa.
Desperté con la sensación de haber dormido durante siglos. Mi cuerpo pesaba como una roca y por un instante, no recordaba donde estaba. La luz del sol entraba por una ventana que estaba en lo alto, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire. Me incorporé con dificultad, sintiendo aún el eco de la voz de Siren entonando aquella melodía que me arrulló en el bosque.
El recuerdo era cálido… pero distante. Como si algo hubiera cambiado en mí desde entonces.
Antes de que pueda pensar con claridad, la puerta se abrió de golpe y una energía abrumadora invadió la habitación. Una mujer entró, resplandeciente, imposible de ignorar. Su presencia lo llenaba todo.
Vestía un vestido dorado que se movía como si el viento lo adorara, y sus ojos tenían la intensidad de una tormenta de emociones.
— Así que usted es la señorita Tressa — dijo, con una sonrisa que parecía conocer todos mis secretos.
— ¿Disculpe quien es usted? — pregunte, llevándome una mano a mi cabello desordenado.
— Soy Afrodita. Diosa del amor, si, pero también de la belleza. Estoy aquí para prepararte — dijo mientras quitaba las sábanas que me cubrían —. Y no estás sola.
En ese momento entraron Marcus y Dimitri. Marcus me dedicó una mirada cargada de alivio, sus ojos recorrían mi rostro como si necesitara asegurarse que estaba bien. Dimitri, en cambio, se mantenía en silencio, pero sus ojos — siempre calculadores — parecían estudiar todo el entorno, como si ya supiera que algo estaba a punto de cambiar.
— ¿Dónde está septicia? — sentí de pronto el vacío de su ausencia.
— Con él — respondió Afrodita con una media sonrisa enigmática —. Con el tritón. Pero ya está en camino.
Y justo entonces la puerta volvió a abrirse. Septicia entró acompañada de Siren.
— Bien, ya que están todos — dijo Afrodita, alzando las manos —. Es hora de vestirlos para lo que viene.
Con un simple gesto, nuestras ropas se deshicieron en partículas doradas, reemplazadas por atuendos que no habíamos elegido… pero que parecían hechos para nosotros.
Marcus vestía con telas blancas fluidas que caen sobre sus hombros y un brazalete dorado adornaba su brazo derecho. Sus ojos bicolor brillaban con más intensidad que nunca. Era como un antiguo guardián de templos sumergidos.
Dimitri llevaba pantalones oscuros y un top ceñido de malla negra con bordes dorados. Collares largos, cadenas que relucían al moverse y brazaletes metálicos adornaban sus brazos. Se veía ágil, letal, elegante… como una tormenta de viento encadenada por voluntad propia.
Septicia resplandecía con un hanfu ceremonial rojo con blanco, bordado con delicadas flores de cerezo que se deslizaban por las amplias mangas como si el viento las hubiera pintado allí, la prenda se ajustaba con precisión a su figura atlética dejando entrever la firmeza de su abdomen bajo las delicadas capas. El cinturón dorado abrazaba su cintura con elegancia, y en su cadera colgaba un medallón circular con símbolos antiguos. Sus pies estaban calzados con zapatos tradicionales negros bordados con rojo, firmemente atados con coerdones que subian alrededor de sus tobillos, lucia una trenza gruesa que bajaba por su espalda, adornada con peinetas de jade y horquillas de plata. A los lados dos mechones más delgados marcaban su rostro.
Y yo… llevaba un conjunto de telas verdes y vaporosas que envolvían mi figura con sutileza. El top apenas cubría lo necesario, cruzando sobre mi torso, mientras que una falda ligera y semitransparente caía desde mi cintura, ondeando con cada brisa. Un lazo verde en mi cadera parecía sostener el conjunto con ayuda de la misma magia. Y dos cintas largas descienden desde mis brazos. En mi brazo izquierdo llevaba un brazalete desciende sobre mí piel: tres piedras oscuras que estaban encerradas en el metal con forma de flor simulando enredaderas. Mi cabello tenía un semi recogido y todo mi cabello estaba decorado con flores rosas, yo era la única que iba descalza mis pies sólo estaban decorados con delicadas cadenas de perlas.
— Ahora están listos — dijo mientras admiraba sus creaciones.
— Listos para que — preguntó Dimitri confundido.
— Para conocer a quienes los ayudarán a controlar sus dones — hablo Afrodita —. Son dioses que responden a los elementos que encarnan.
— ¿Dones? ¿Elementos? — Septicia estaba igual de confundida que nosotros —. ¿De que nos perdimos?.
Afrodita suspiro antes de hablar.
— Ya veo que no les informaron de estos — Afrodita solo pensaba — El oráculo dio una profecía la cual dice que los cuatro grandes tendrán dominio sobre los 4 elementos cada uno siendo la encarnación de un elemento.
Afrodita no nos dio tiempo ni de hablar cuando nos empezó a empujar para que salgamos de la cabaña.
— Vamos vamos que van a llegar tarde.
Nos llevó a un templo, un lugar oculto entre montañas que no aparece en ningún mapa. Su arquitectura no era como del lugar del que veníamos. puentes suspendidos entre árboles colosales, columnas flotantes y relieves que cambiaban con la luz.
Allí estaban. Ocho dioses, cada uno encarnando una fuerza que nosotros aún no teníamos ni comprendemos