Tressa.
Ha pasado un mes desde que llegamos a Arsios. A veces, cuando despierto aun me cuesta creerlo, el cielo aquí es más azul como si alguien hubiera quitado los filtros del mundo real. La tierra respira, los árboles susurran, y la magia… la magia está en todas partes.
Incluso en mí.
Desde el entrenamiento con los dioses, han pasado dos semanas. No somos los mismos. Nos movemos con más certeza, hablamos con menos miedo, Marcus ha perfeccionado su defensa a un nivel casi impenetrable, Dimitri domina corrientes de viento con precisión quirúrgica. Septicia, aunque ya era fuego hecho carne, ahora parece danzar con las llamas en lugar de mandarlas a la fuerza.
Y yo… yo ya no huyo de la tierra, aprendí a escucharla, a entenderla.
Hoy sin embargo, aprenderé algo nuevo. Primula, la gran curandera del santuario ha pedido trabajar conmigo. Dicen que es una dríade, hija de los bosques antiguos, sabia, respetada y también temida. No por su poder, sino por su forma de ver el mundo: directa, sin adornos. Como un árbol que crece hacia donde quiere sin pedir permiso.
Cuando la vi por primera vez, entendí por qué todos le tienen tanto respeto. Su piel, profunda y oscura como la corteza húmeda tras la lluvia. Su cabello rizado caía en espirales salvajes por su espalda, adornado con pequeñas flores que brotaban entre los rizos como si crecieran desde su cuerpo. Sus ojos, marrones y brillantes, parecían saber más de mí de lo que yo misma sabía.
—Tressa —dijo, sin preámbulos—. Las raíces te llamaron. Hoy aprenderás a escucharlas.
No pregunté nada solo asentí y la seguí, me llevó a un jardín oculto entre árboles de cortezas lilas y hojas que susurraban en lenguas desconocidas. Allí, descubrí que la tierra de Arsios no da vida al azar. Cada planta tiene un propósito y un peligro.
—Esta es Aluneria —señaló una flor de cinco pétalos translúcidos que brillaban bajo el sol—. Cura la fiebre, pero si la hierves con Rootur, se transforma en veneno paralizante.
—Y esta —continuó, acariciando una planta espinosa de tonos naranjas y azules— es Luzferina. Extrae toxinas del cuerpo, pero solo si se mezcla con resina de Brayal, un musgo que crece cerca de las montañas se vuelve sumamente tóxica.
Anoté cada palabra, cada advertencia. Aprendí a distinguir hojas por su textura, tallos por su olor, raíces por su sonido al romperse. Sí, algunas plantas hacen sonidos. Crujidos, chasquidos, suspiros. Arsios está vivo en cada rama.
Más tarde, me enseñó sobre los animales del mundo. Unicornios que galopan en manadas, invisibles para los no creyentes. Grifos que vigilan las alturas, orgullosos y ariscos. Guivernos, los más agresivos de todos, criaturas escamosas que habitan las zonas secas y montañosas. No respetan pactos ni fronteras. Solo sobreviven.
—Evítalos —me advirtió—. A diferencia de los dragones o otras criaturas, ellos no tienen alma solo hambre.
Pasamos horas caminando, hasta que Primula me pidió recolectar hongos Nocturnus, que brillan en la oscuridad, en una cueva cercana. Ella se quedó afuera, en comunión con un árbol que parecía hablarle en susurros.
Dentro de la cueva, el ambiente cambió. El aire se volvió denso. Cada paso crujía demasiado fuerte. Los hongos crecían cerca de una laguna subterránea, me agaché y estiré la mano.
Y entonces lo escuché.
Un rugido, áspero como mil piedras cayendo.
Me giré.
Y allí estaba.
Un guiverno. Más grande que cualquier criatura que hubiera imaginado, de escamas verdes oscuras, hocico alargado y ojos rojos como fuego hirviendo. La mitad de la cueva colapsó por que intentaba entrar por mi en ese momento se lanzó hacia mí sin dudar y mi cuerpo no reaccionó, el miedo me enterró en el suelo.
Pero el cielo se rompió.
Un rugido distinto llenó el aire, dos siluetas descendieron como rayos.
Un dragón blanco y un dragón negro. Majestuosos e inmensos.
Sus alas cortaban el viento como cuchillas divinas. El blanco lanzó una ráfaga de hielo que congeló el ala izquierda del guiverno. El negro cayó como un relámpago, sujetando al guiverno con sus garras lo hizo retroceder, lo vencieron sin matarlo.
El guiverno huyó.
Yo, en cambio, me derrumbé. El aire no me alcanzaba, temblaba. No de miedo sino de algo nuevo. Algo que se encendía bajo mi piel como raíces despertando.
Los dragones aterrizaron frente a mí.
El blanco fue el primero en acercarse, sus ojos eran como cristales líquidos. Inclinó su cabeza y colocó su hocico sobre mi frente, una calidez inmensa recorrió mi cuerpo.
Entonces lo oí.
"No temas, pequeña flor. Yo soy Altherion, guardián de la paz."
Su voz no salió de su boca, sino de mi mente.
El dragón negro se acercó después. Sus ojos eran pozos infinitos. Colocó su frente sobre la mía.
"Y yo soy Varnak, protector del caos. Has despertado algo en nosotros, Tressa. Ahora somos uno."
Quise hablar, pero no podía.
—¿Cómo…? —fue lo único que logré decir en voz alta.