Bajo mi Amor
BIANCA:
Desperté en el hospital cercano, envuelta en una bruma de confusión. Un dolor punzante se instalaba en mi cabeza, mientras una sensación gélida se posaba sobre mi frente. Intenté incorporarme, pero la presencia de la Señora Robertson a mi lado me detuvo.
—No, querida, no hagas esfuerzos —me admonestó con un tono que mezclaba preocupación y reproche—. Te encontré desmayada en el suelo frente a tu hogar, con una herida en la frente. No puedes imaginar lo asustada que me tenías, niña.
La Señora Robertson, mi vecina, era el epítome de esos vecinos que uno podría calificar de insoportables: chismosos y de carácter fuerte. Sin embargo, nuestra relación había sido diferente desde aquel día en que le salvé a su perro, que había caído en un pozo.
Al menos el can sabía nadar; yo, por el contrario, no tenía tal destreza. Pero esa es una historia larga que no me apetece relatar ahora.
La señora Robertson se había convertido en la abuela que nunca tuve; casi como una madre para mí.
—Gracias, Señora Robertson, me ha salvado la vida —le dije con sinceridad.
—No me agradezcas a mí, sino a Dios —replicó con humildad.
Al tocarme la frente, sentí la venda que cubría la herida; todo mi cuerpo estaba entumecido y mis ojos ardían con un fuego desconocido.
Transcurrieron algunas horas antes de que el ambiente se sumiera en un silencio profundo; la noche había caído y podía percibir con claridad las conversaciones de las enfermeras, como ecos distantes en la penumbra.
—Hoy ha sido un auténtico caos —comentó una de ellas con un suspiro.
—Así es. Una joven ha sufrido un accidente grave y se encuentra en terapia intensiva. Además, un chico ha padecido una sobredosis, otra chica ha colapsado emocionalmente, y hay otra que llegó con heridas en los brazos tras intentar quitarse la vida —explicó la segunda, con un tono que reflejaba la gravedad de la situación.
—Lo más sorprendente es que todos esos jóvenes arribaron al mismo tiempo —añadió la primera, con incredulidad.
—Son coincidencias que a veces ocurren —respondió la mujer, como si intentara restarles importancia.
Sin embargo, mi mente divagaba en torno a las identidades de aquellos que habían llegado junto a mí. Con cautela, me incorporé de la camilla; la señora Robertson reposaba en un sueño profundo en el asiento a mi derecha. Un impulso irracional y atrevido comenzó a tomar forma en mi interior; debía actuar. Desprendí los dispositivos que me mantenían conectada a la cama y busqué mis ropas, vistiéndome con rapidez. Caminé sigilosamente por los pasillos hasta alcanzar la salida de aquel lugar opresivo.
Sí, anhelaba escapar de allí para siempre; no podía soportar permanecer un instante más en ese entorno.
Al llegar a casa y abrir la puerta, el vacío que me recibió fue abrumador. La soledad se cernía sobre mí, recordándome que todo lo que había atesorado se había desvanecido como sombras al amanecer. Comencé a reflexionar sobre qué aspectos de mi vida merecían gratitud hacia Dios, tal como había mencionado la señora Robertson.
Sobre el hecho de no haber muerto hoy, cuando lo único que deseaba era desvanecerme por completo; siempre había querido permanecer sumergida bajo la superficie, lejos del tumulto de la existencia.
Me dejé caer en el sillón desgastado, su textura áspera contrastando con la suavidad de mis recuerdos.
El silencio se volvió ensordecedor.
Mis pensamientos giraban en espiral, atrapados entre la lucha interna y la aceptación de mi realidad. ¿Qué había quedado de mí? ¿Era posible encontrar un atisbo de esperanza en medio de esta oscuridad? La señora Robertson había mencionado la gratitud, pero me preguntaba si realmente era capaz de sentirla.
Aunque el camino era incierto y lleno de sombras, tal vez había algo más allá del sufrimiento que merecía ser descubierto. Quizás era hora de comenzar a buscar ese nuevo propósito, ese sentido que tanto anhelaba encontrar.
Sin embargo, tal vez mi destino se trazaba en caminos insospechados, o quizás esa certeza me eludía por completo.
Ascendí velozmente hacia mi habitación, donde abrí una maleta y comencé a depositar mis pertenencias, dejando atrás cada objeto que había sido parte de mi existencia. Sobre la mesa, dejé una carta para la señora Robertson, un breve adiós cargado de gratitud y despedida. Con el corazón acelerado, agrupé todas mis cosas junto a una suma razonable de dinero y abandoné aquel lugar que había sido mi refugio.
Era el momento de reiniciar mi vida en un nuevo horizonte; aunque Italia había sido el escenario de mis días, quizás ya había llegado la hora de regresar a mis raíces, al lugar donde todo comenzó: Los Ángeles, Estados Unidos.
SAID:
Mis manos temblorosas traicionaban mi creciente ansiedad, mientras mi pie se movía de manera frenética, reflejando un nerviosismo sin precedentes que nunca antes había experimentado. Desde el asiento contiguo, mi amigo me observaba, su expresión evidenciando un temor y preocupación que quizás superaban los míos.
De pronto, el médico que atendía a Zoé emergió del umbral y, en un tono firme pero sereno, comenzó a buscar a los familiares.
—¿Familiares de Zoé D'Angelo?
—Yo soy su hermano —respondí con una velocidad que apenas me permitía articular las palabras.
—La señorita se encuentra estable; hemos descartado cualquier riesgo. Requiere descanso y apoyo médico psicológico. Les deseo una buena noche.
—Gracias, Doctor —exclamó mi amigo, aliviado.
Sin perder tiempo, me dirigí rápidamente hacia la habitación donde ella reposaba. Al entrar, la encontré despierta, su mirada perdida en la ventana. Al percatarse de mi presencia, sus ojos se llenaron de tristeza y las lágrimas comenzaron a brotar de forma incontenible.
—Lo siento, hermano; no volveré a hacerlo. Te lo prometo.