Bajo mis Miedos
3 años después:
Bianca:
Me desperté del sueño más placentero que he tenido en mi vida. El sol me despertó dándole en mi rostro, quizás intentando iluminar mi vida completa, aunque no se lo hubiera pedido, ni se lo pediré.
Al mirarme en el espejo, este me enseñó una chica de ojos miel con una sonrisa tranquila. Mi vida estaba normal en estos últimos años, aunque el vacío seguía intacto. Me preparé rápidamente; me puse un vestido rojo y unas botas negras, dejé mi pelo suelto en ondas hasta mi cintura, y después de prepararme un buen desayuno, salí de casa.
Llevaba un año yendo a clases de música clásica. Mi psicóloga me había aconsejado escucharlas, que en cierta manera te relajan y te hacen olvidar el mundo exterior. Sí, tenía razón.
Pero en este último año pasó algo que nunca imaginé en mi vida, y estaba matándome por dentro.
Estaba enamorada del profesor de música clásica. Podía relatarte sin equivocaciones sus mañas, las cosas que le gustan y las que no; las veces al día en las que pasa su mano por su cabello castaño, cómo mueve sus manos con delicadeza al hablarte, cómo te mira cuando te cuestiona algo o te pregunta.
Sus ojos cafés me habían cautivado; su manera de explicar las cosas y su manera de sonreír.
Parecería que lo aprecio mucho, pero la verdad es que no. Todas estas cosas me las he guardado muy adentro; por fuera solo esparzo veneno, rencor, ira y desprecio. Le muestro el menor interés y no disimulo para nada mi mal humor hacia él.
¿Por qué lo hago? Sí, por miedo; un miedo que me hiela el alma y me tensa la piel. Trasciende mi carne y la separa con crueldad hasta llegar a mis huesos, y entonces los rompe uno a uno. Pero no está conforme con eso; los sigue rompiendo sin parar hasta que de ellos no queda nada, solo polvo: lo que fui una vez.
Se adentra en mi cabeza, parte mi cráneo y se mete en mis sentidos; los electrocuta y ellos se quedan sin sentirse a sí mismos. Se mete en mi cerebro y lo descompone; hace que mi mente olvide o que recuerde; hace que piense de más o simplemente que no piense. Mueve mi cuerpo a su antojo y me transforma en una bestia.
Una bestia incontrolable, incapaz de sentir el más mínimo sentimiento. Una bestia que lastima, hiere y mata todo lo que hay a su alrededor.
Eso es lo que provoca el miedo; eso es lo que sucede cuando estás bajo sus efectos.
Bajo mis miedos es donde estoy.
Camino por la calle, concentrada en el cielo, mirando las aves ir de un lado a otro. Mi paso es apresurado y, sin darme cuenta, choco con alguien con violencia, haciendo que mis manos se sujeten de sus hombros y esa persona de los míos.
—Lo siento —escucho la voz de una chica.
Al levantar mi vista, veo a una joven de quizás mi edad; sonreía con nerviosismo, así que le dediqué mi mejor sonrisa. La chica tenía cabellos negros y ojos café oscuros.
—Perdóname a mí, no había mirado hacia el frente e iba muy rápido —le regalé otra sonrisa.
—Está bien, ten buen día.
—Igual para ti —sonrío.
La chica siguió su camino; un gorro violeta adornaba su cabeza y, por un instante, me pareció que la había visto en alguna otra parte. Seguí mi camino hacia la clase de música clásica. Al llegar, como siempre, él ya estaba sentado en su mesa de profesor, esperando a los demás alumnos. Yo me dispuse a llegar más temprano y no sé ni para qué lo hago.
Él me miró por encima de sus anteojos negros, que le quedaban maravillosos; sus ojos encontraron los míos y, por instantes, nos miramos. Una mirada desafiante de su parte y, sin embargo, ante él estaba desarmada. Aparté la mirada y miré mis libros y lápices; empecé a escribir sin control. Estaba tan concentrada escribiendo un poema que mi tonta mente se le había ocurrido. Estando cuerda, nunca se me ocurriría escribir; me parecía aburrido.
—¿Qué escribes? —dijo aquella voz cerca de mi oído.
Me sobresalté y lo miré con odio, viendo cómo sonreía y sus hoyuelos se le marcaban.
—Nada —declaré.
Él me sonrió y, tomándome por sorpresa, tomó el cuaderno en donde había escrito varios poemas para él.
Los leyó todos a mi atenta mirada; no podía hacer nada. La anterior vez que le lancé una libreta por la cabeza, digamos que terminé yo rogando para que no me echara de la clase.
—¿Ya terminaste? —me levanté y tendí mi mano para que me diera el cuaderno.
—¿Cómo puede ser que alguien tan frío como tú pueda escribir estas cosas?
—No las escribí yo.
—¿En serio?
—En serio.
—Fingiré que te creo, Bianca.
Él se alejó hacia su mesa y yo tomé mi cuaderno con odio. Ya habían pasado algunos alumnos y la clase estaba a punto de empezar. Agarré el cuaderno y, a la atenta mirada de todos, lo eché en el cubo de la basura y, con un encendedor, quemé el cuaderno. Cuando terminó, todos me miraban y él, con una sonrisa juguetona, caminó hacia mí.
—Eso sí que me lo esperaba de ti, Bianca; pero ya no es hora de quemar cosas de tu pareja; ahora es tiempo de atender a la clase.
Sabía por qué lo hacía: para que yo quedara mal delante de todos sus alumnos, que él se riera y, por lo tanto, los demás también. Pero sus bromas como estas nunca le salen bien.
—Lamento que te hayan dejado y hayas quemado el lindo cuaderno de poemas que te dedicaron; pero siéntate ya, es hora de la clase, Bianca —con una sonrisa falsa me señalaba la silla.
Se espera la obediencia de mi parte, pero si me conoce sabe que no haré eso. No puedo creer que se haya inventado eso; es un ser repugnante.
Pero le espera otro de mis desastres en su clase; digamos que así ha sido durante un año.
Esta vez me echa de la clase, pero para mí es mejor; no le vería el rostro nunca más a la puerta de mis miedos.