Bajo las alas del bosque

Capítulo 1

Castillo real de los elfos

—Es mi última palabra. Te casarás con Elentari y punto. Ahora, sal de mi vista.

La orden fue tajante, sin espacio para discusión. El joven elfo bajó la mirada, tragando su rabia, y salió del salón del trono con pasos rígidos.

Nernadel intentó seguirlo, angustiada, pero el rey la detuvo con un gesto firme.
Su hijo no parecía comprender la urgencia de unir su linaje con el del elfo más poderoso —después de ellos— del reino de Lothlórien.

—Esposa mía —dijo el rey Eru con tono grave—, es imperioso que se case con esa muchacha. Solo así mantendremos la soberanía... y el equilibrio.

—¿Pero es realmente necesario, Eru? —preguntó Nernadel, con tristeza en los ojos—. No quiero que sufra lo mismo que tú y yo.

El rey soltó un largo suspiro y se masajeó el puente de la nariz con una mezcla de cansancio y culpa.

—Así debe ser, Nernadel. Los necesitamos de nuestro lado. Las alianzas políticas no se forjan con el corazón...

—¿Y qué hay del amor? —insistió ella con voz queda—. Esa elfa... es engreída y codiciosa, igual que sus padres. Lo sabes.

Eru asintió con pesar.

—Lo sé. Si no fuera por su influencia en el Consejo, jamás permitiría esto. Pero...

—Prométeme que si, después de conocerla, nuestro hijo no se enamora, desistirás de esta absurda unión —pidió Nernadel, con la súplica temblando en su voz.

El rey guardó silencio unos segundos. Sabía que romper el compromiso sería una ofensa directa a la familia de Elronf, y eso significaba guerra.
Pero en el fondo, tampoco deseaba encadenar a su hijo a una vida sin amor.

Le sonrió a su esposa con ternura cansada y asintió, aunque ambos sabían que el destino rara vez atendía a los ruegos del corazón.

Fuera del castillo...

Aragorn cabalgaba sobre Dark, su corcel de pelaje tan negro como la noche sin luna.
Los árboles se alzaban en la distancia como centinelas milenarios y, con un leve tirón de las riendas, se dirigió hacia el Bosque Mágico.

Un lugar encantado donde habitan cientos de criaturas: ninfas, hadas, duendes, enanos y gnomos.
Por siglos, coexistieron en una tensa armonía, evitando relaciones cercanas, más allá de tratados de paz y favores mutuos.

Al llegar a los majestuosos robles que custodiaban la entrada, Aragorn se detuvo. Las ramas crujieron suavemente, abriéndose con reverencia mágica.
Solo los puros de corazón podían cruzar.

La ninfa de la naturaleza, Driade, había encomendado que ningún alma impura pusiera tan solo un pie dentro del Bosque encantado, de lo contrario la hermosa vegetación se quemaría de forma inmediata al contacto con el mal.

Un crujido se escuchó y las viejas ramas se apartaron permitiendo la entrada al joven príncipe.

Bajó de su caballo, acarició suavemente su lomo y avanzó guiándolo por las riendas.

Aunque conocía el camino de memoria, cada visita lo dejaba sin aliento. Las pequeñas casas de los gnomos entre raíces nudosas, los hongos luminosos, el canto lejano de los duendes... Todo parecía sacado de un sueño antiguo.

Su destino era el mismo de siempre: la Laguna de Cristal, su único refugio de paz.

Pero al llegar, el corazón le dio un vuelco.

Allí, sentada sobre una roca, estaba una criatura bañada por la luz del sol. Su silueta se recortaba con un resplandor etéreo, como si el bosque la hubiera esculpido con la misma magia que lo sostenía.

Una hada.

Observaba su reflejo en el agua cristalina, ajena a que no estaba sola.

Aragorn contuvo la respiración, maravillado. Tapó suavemente el hocico de Dark para evitar que relinchara. Amarró las riendas a una rama baja y susurró:

—Shh... buen chico.

El animal pareció entender, erguido y alerta.

Volvió su rostro al frente y se movió con gracia y delicadeza, tan sutil y silencioso que su presencia era imperceptible para la preciosa hada.

Su cabellera blanquecina caía como un río de luz. Llevaba una túnica blanca que la envolvía como bruma suave, y aunque su piel apenas se mostraba, sus curvas insinuaban fuerza y feminidad.

Aragorn tragó el nudo de su garganta, hipnotizado. Bajó la mirada, avergonzado por su propia osadía, pero no pudo resistir: volvió a mirarla.

¿Estoy soñando? ¿Es un delirio?

En ese instante, una rama crujió bajo su bota.

El hada se volvió con rapidez, sus ojos turquesa chispeando con instinto salvaje. En un parpadeo, sacó una diminuta navaja de una funda oculta en su pantorrilla.

Él se enrojeció hasta las orejas al ser descubierto.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —exigió con voz firme, sin rastro de temor.

Aragorn se quedó mudo un segundo, alzado en su belleza. Casi parecía un ángel, con esas alas traslúcidas y blancas como la nieve.

Cuando intentó hablar, ella lo interrumpió.

—¡Responde!

Él levantó las manos con suavidad.

—Calma... estamos en paz.

—Eso lo sé —respondió ella, sin bajar el arma—. Pero estar en paz no significa que confíe en los tuyos.

Aragorn frunció el ceño.

—¿A qué te refieres? Mi padre ha mantenido la paz con todos los pueblos. Nunca ha faltado al respeto entre especies.

—No me importa. Ya he visto de lo que son capaces —dijo con frialdad—. Ahora vete, si no quieres que te mate.

Él esbozó una sonrisa, no por burla, sino por admiración.

Qué criatura tan salvaje y feroz... Pensó.
A primera vista parecía delicada, casi frágil, pero su esencia era fuego y filo.

—No te haré daño. Lo prometo.

Antes de que ella respondiera, Dark relinchó y golpeó el suelo con furia.

Aragorn se tensó, y afiló su mirada en busca del peligro. Entonces lo vio.
Un brillo entre las hojas. Una flecha.

—¡Cuidado!

El grito fue inútil. La flecha rozó la oreja del hada y ella cayó, aturdida.

Sin pensar, el príncipe corrió, la levantó en brazos con un movimiento ágil y la cargó hasta el caballo.
La acomodó frente a él, tomó las riendas y golpeó levemente los flancos del corcel.




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