Si algo jugaba a su favor, era el Bosque. Lo conocía como la palma de su mano, cada raíz, cada sombra, cada escondite.
Cuando estuvo seguro de que no los seguían, se detuvo bajo la protección de un árbol colosal, cuyas ramas descendían hasta rozar el suelo como cortinas de hojas. Un refugio natural perfecto. Silencioso. Invisible.
Bajó con sumo cuidado a la joven, que murmuraba palabras sin sentido, perdida en un delirio febril. Su piel ardía.
—¡Dios…! —susurró al palpar su frente—. Está ardiendo...
Sin perder tiempo, rasgó un trozo de su camisa y limpió la herida que la flecha había dejado. Llevó la tela a su nariz. Un olor agrio, casi metálico, le hizo fruncir el entrecejo.
—Veneno….
¿Pero qué clase de pócima surtía efecto tan rápido? ¿Y cómo había logrado el atacante cruzar los límites del Bosque sin despertar a sus guardianes ni perturbar la flora mágica?
Con manos entrenadas, sacó de su morral un pequeño frasco con polvo amarillo verdoso. Mezcló una pizca con unas gotas de agua mágica hasta formar una pasta espesa. La aplicó sobre la herida, que aunque parecía superficial, latía con una energía oscura y amenazante.
Cerró los ojos, depositando su fe en sus conocimientos de sanación. Que las plantas, los elementos y la suerte ancestral hicieran su trabajo.
Pasaron varios minutos. Luego, el cuerpo de la joven dejó de temblar, su temperatura descendió y el delirio cesó. El bosque volvió a envolverse en su murmullo sereno.
Aragorn se inclinó sobre ella. Su respiración era lenta, acompasada. Le observó el rostro: pecas dispersas sobre la nariz y las mejillas. Un aire de inocencia inesperado. Más hermosa de lo que imaginó. Parecía un ángel… aunque se comporte como una fiera.
Y de pronto, sin advertencia, la muchacha abrió los ojos, encontrándose con el rostro del elfo apenas a centímetros del suyo.
—¡¿Qué te pasa?! —gritó con voz rasposa.
—¡Shhh! —susurró él, llevando un dedo a los labios—. No sabemos si aún están cerca.
—¡No seas hipócrita! Eres un elfo. Seguro que estás con esos carroñeros hijos del demonio.
Aragorn alzó las cejas, sorprendido por la rudeza que salía de esos labios tan tentadores. A pesar de todo, no pudo evitar una sonrisa incrédula.
—No tengo idea de lo que está pasando, pero deberías al menos darme las gracias. Te salvé la vida.
La hada cerró los labios, molesta. Lo odiaba, sí. Odiaba su raza, sus ciudades frías y arrogantes. Pero no era una ingrata.
—Gracias —murmuró entre dientes, como si la palabra le quemara la lengua.
Aragorn cruzó los brazos, divertido.
—¿Por qué?
Ella le fulminó con la mirada. Fue entonces cuando reparó, realmente, en su rostro. Esos ojos almendrados, profundos, la observaban con una mezcla de ironía y calidez. Maldita sea, era guapo.
Demasiado guapo. Y elfo. Una mala combinación.
—Gracias por salvarme —dijo secamente, desviando la mirada—. ¿Satisfecho?
—Mucho —respondió con una sonrisa ladeada—. ¿Cómo te llamas?
—Eso no te importa.
Intentó ponerse de pie, pero un mareo súbito la obligó a sentarse de nuevo.
—Tranquila —dijo él, acercándose—. Estuviste muy cerca de morir. Déjame ayudarte a llegar a tu hogar.
Tomó su mano, pero un alarido lo detuvo. La soltó de inmediato: su palma estaba enrojecida, caliente… casi quemada.
—¿Qué demonios…?
Alzó la vista. La joven tenía llamas danzando sobre sus manos.
Abrió la boca, pasmado.
—¡No… no puede ser! Tú eres…
—Lo soy —lo interrumpió ella, con una media sonrisa desafiante—. Ya ves que no necesito tu ayuda. Me iré. Y más vale que no vuelvas a cruzarte en mi camino.
Se puso en pie con dificultad, y entonces su espalda comenzó a emitir un brillo etéreo. En un parpadeo, sus alas iridiscentes se ocultaron tras un hechizo sutil.
—¿Cómo lo has hecho…?
—Magia transformativa —respondió, alejándose entre las ramas—. Adiós, elfo… Por cierto, tu caballo tiene hambre.
Aragorn giró la cabeza hacia su corcel, que alzó el hocico y movió las orejas como si confirmara las palabras de la hada.
—¿Pudo comunicarse contigo? —le preguntó. El animal resopló suavemente.
Con renovada determinación, el elfo se incorporó, tomó las riendas de Dark y siguió los pasos de la muchacha. No sabía por qué, pero tenía la necesidad de asegurarse que llegara a su hogar sana y salva. Debía asegurarse de ello.
La siguió con cautela, durante varios minutos. Hasta que ella, molesta, se detuvo, cruzando los brazos en jarra.
—¿Sabes que no eres nada discreto? ¿Qué es lo que quieres?
—Acompañarte —respondió él, encogiéndose de hombros.
—¿Y no vas a dejarme en paz si no lo hago, verdad?
—Exacto.
Un destello ininteligible cruzó por los ojos del elfo. Ella lo miró unos segundos… y suspiró.
—No debería estar hablando contigo. Está prohibido. Sólo los altos diplomáticos pueden hablar con los de tu especie. Además —sus labios temblaron—, ¡los tuyos son unos traicioneros! Su rey es un maldito, y no me sorprendería que tú también fueras uno de ellos y solo estás aquí con el objetivo de tenderme una trampa!
—¡No! —protestó él con rapidez—. Te lo juro, no tengo idea de lo que estás diciendo. El rey… no es como tú piensas. Yo no tengo nada que ver con eso. Debes creerme.
Ella lo observó, en silencio. Buscando mentiras en sus ojos.
—Déjame ayudarte —añadió, firme.
—Te dejaré acompañarme. Me vendrá bien alguien que sepa usar el arco. Pero luego, cada uno tomará su camino. Y nunca más vlveremos a vernos.
Aragorn asintió… aunque no entendía por qué la idea de no volver a verla le inquietaba.
Ella retomó la marcha. Él la siguió en silencio.
Durante varios minutos avanzaron entre raíces retorcidas y senderos antiguos, hasta salir del Bosque Mágico. El paisaje cambió: arbustos bajos, caminos sin magia, árboles más grises.
Aragorn jamás había pisado esos terrenos. Como príncipe, su vida transcurría entre murallas doradas y jardines protegidos.
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Editado: 24.06.2025