Bajo las alas del bosque

Capítulo 3

Las voces se escuchaban lejanas, amortiguadas por la espesura del bosque. Aún así, se aferró a ella un segundo más, como si su cercanía pudiera protegerla de todo lo que acechaba afuera. Cuando por fin se apartó, lo hizo con desgano, y un amargo pesar le rozó el pecho, como si ya lamentara haberla soltado.

—¡No vuelvas a hacer eso! —espetó ella en voz baja, con sus mejillas encendidas.

—Shhh —susurró él con urgencia, tapándole la boca con suavidad. Afuera, entre las sombras de los árboles, los pasos se detuvieron. Alguien había oído algo.

Contuvieron la respiración. Incluso el viento pareció detenerse, cargado de una tensión que oprimía el pecho.

Fue entonces cuando Aragorn frunció el ceño. Algo en la distancia captó su atención: una figura rodante, pesada, rechinando contra el suelo.

—¿Qué es eso? —murmuró, apartando la mano de su boca, consternado.

—Una jaula —respondió ella, la palabra cayendo como un peso muerto entre ambos.

—¿Pero por qué? ¿A quién llevan ahí dentro? ¿Y a dónde?

Ella lo miró como si acabara de hablar en otro idioma. ¿Cómo podía no saberlo? ¿No era él un elfo? ¿No conocía las atrocidades de su propio pueblo? ¿O acaso fingía ignorancia?

Desconfiada, decidió ponerlo a prueba.

—Dímelo tú, eres uno de ellos. ¿A dónde llevan a esas criaturas? —alzando el rostro, señaló con el mentón a la caravana que se alejaba arrastrando la jaula.

Los ojos de Aragorn se abrieron de par en par —. ¿Elfos? ¿Criaturas?

—Sí —afirmó con firmeza—. ¿Realmente no tienes idea?

Él negó lentamente, visiblemente perturbado.

Ella lo observó con atención. No mentía. Lo veía en sus ojos: no había sombra de engaño, solo confusión y temor.

Entonces… ¿le habían mentido también a él? ¿Los estaban engañando a todos? ¿O solo el rey y sus más cercanos conocían la verdad? La ira le subió como fuego por la garganta.

—¿Qué sabes de la relación entre tu reino y las demás especies? —preguntó con los ojos brillando de rabia contenida.

Aragorn vaciló. Bajó la mirada, como si tratara de reunir los fragmentos de un relato que ahora se le escapaba.

—Siempre nos dijeron que el rey procuraba la paz. Que ayudábamos cuando era necesario. Que comerciábamos con especias, provisiones, recursos… pero que no nos mezclábamos con los demás. Solo eso.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó ella, con una calma helada.

—Aragorn —respondió, omitiendo su apellido, como si ya supiera que su linaje no significaba nada para ella.

—Está bien, Aragorn. Nada de lo que crees es real. Te han mentido.

El peso de sus palabras lo aplastó como una losa. Se tambaleó, retrocediendo un paso.

—¿Cómo? ¿Quién? ¿El… el rey?

—No lo sé con certeza —confesó, volviendo la vista hacia donde la jaula desaparecía entre la bruma—. Pero en esa jaula llevan como prisioneros a seres inocentes: ninfas, hadas, gnomos, enanos, duendes. Todos secuestrados por los tuyos. Por los elfos.

—¡NO! —exclamó de pronto, incorporándose de golpe—. Eso es mentira. Es imposible.

—¿No me crees?

Él no respondió. El silencio fue su respuesta más clara.

—Entonces míralo tú mismo —dijo, tomándolo de la mano. Sus dedos temblaban, pero su voz era firme. Sin hacer ruido, comenzaron a seguir las huellas que la carreta había dejado impresas en la tierra húmeda.

El estómago de Aragorn se encogía con cada paso. Una pesadez lo invadía, como si su cuerpo supiera algo que su mente aún se resistía a aceptar. Sacudió la cabeza con fuerza, buscando que todo fuera un malentendido, una mentira. Pero el sabor amargo ya le inundaba la boca.

—Por cierto —murmuró ella—. ¿Cómo me dijiste que se llamaban esos trajes oscuros y capas de cuero que usan los tuyos?

—Son el uniforme de la Guardia Real —respondió, aún aturdido.

—¿Me podrías decir tu nombre?

—Angeline —contestó.

Se detuvieron de golpe tras un árbol de corteza rugosa. Al otro lado, la escena se desplegaba con brutal claridad.

—¡Ya deja de cantar! —gritó uno de los captores a un duende de cabello como llamas encendidas y una nariz larga. Pero el pequeño no obedeció. Por el contrario, entonó aún más alto, con una voz desafiante.

—¿No te callarás, eh?

El elfo se despojó de su capa, dejando al descubierto su cabello blanco como la ceniza y sus largas orejas puntiagudas. De su cinturón extrajo un cuchillo. Abrió la jaula, haciendo que las criaturas retrocedieran con terror, buscando refugio entre los oxidados barrotes.

Sujetó al duende del cabello con brusquedad.

—Sin lengua, ya no podrás cantar nunca más —susurró con una sonrisa torcida.

Su compañero soltó una carcajada sádica.

Levantó el cuchillo, lo sostuvo sobre la lengua del duende… pero nunca llegó a bajarlo.

Una flecha surcó el aire con un silbido agudo y se clavó de lleno en su mano. El grito del elfo rasgó el silencio como un aullido de bestia herida.

La flecha llevaba plumas verdes y amarillas. Una marca real, un distintivo de los de su raza

Ambos elfos miraron frenéticos a su alrededor. ¿Quién los había descubierto?

Aragorn no esperó más. Saltó de entre los arbustos como una sombra veloz, con la espada desenvainada.

Una furia oscura lo consumía. No era el príncipe que entrenaba con disciplina. Era algo más antiguo, más feroz.

Los captores lo vieron. Sus rostros se desfiguraron por el pánico.

Era él. El príncipe. El más letal, diestro y salvaje de todos los elfos. No por nada había entrenado todo tipo de armas desde que aprendió a caminar.

Intentaron huir, pero no llegaron lejos.

Con un solo tajo, Aragorn atravesó al primero. La sangre oscura salpicó las hojas secas del suelo. Luego, giró con precisión y decapitó al segundo. La cabeza rodó hasta los pies de la jaula.

Se quedó allí, respirando con fuerza, como si despertara de un trance. Guardó su espada lentamente, y sus ojos, ahora azules y serenos, volvieron a brillar con humanidad.




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