-Voy para allá.
Leí el mensaje e intenté estar tranquila. Ya sabía cuál era el problema, y no era ni yo ni lo que sentía él, entonces no tenía motivo para preocuparme.
Bajé y lo esperé. Era un domingo de fin noviembre pero el sol brillaba en el cielo sin unas nubes. “En un día tan hermoso no pueden pasar cosas malas”, reflexioné.
En un cuarto de hora llegó, se acercó a mí y me sonrió. Ningún beso, ni un abrazo.
“Hoy acaba mal” pensé de repente, pero una parte de mí seguía con un poco de esperanza.
-¿Tomamos un café?, me preguntó.
-Sí.
-Vale, perfecto.
Paseábamos sin decir nada, no sabía dónde poner las manos, tenía ganas de tomar la suya pero estaba convencida que era mejor no hacerlo. Quería pararlo y decirle que no me importaba nada de su cultura, yo lo deseaba, y ya está, pero no se lo dije.
-¿Aquí?, me preguntó en frente a un pequeño bar.
-Sí, contesté.
Pedimos siempre lo mismo: café solo con hielo y un café con leche.
Como la primera vez que fuimos a dar una vuelta por mi pueblo, solo algunos días antes.
-Vale, hablamos uno a la vez, empiezas tú, me dijo rompiendo el silencio.
-Vale, pues… estaba nerviosa. De mis palabras, quizás, dependía todo.
-… a mí no me importa ni cómo te vistes, ni cómo hablas. ¿Eres gitano? No veo ningún problema. Es verdad yo no lo soy, eso podría ser una dificultad, pero poco a poco estoy segura que tu familia me aceptará. Quiero que sepa una cosa importante…
-¿Cuál?
-Que si yo para seguir contigo tengo que hacer algo, no sé, cambiar mi manera de vestir, aprender un nuevo dialecto. Por ejemplo, tú me has dicho que tus padres quieren que vayas a la iglesia, ¿no? Pues, ningún problema, te acompaño, iría también todos los días para no perderte. Haría cualquiera cosa para no cortar contigo.
-¿Tú harías todo eso por mí?
-Claro.
Y era verdad. Lo habría hecho realmente, sin pensarlo, con los ojos cerrados.
-No sé qué decir, no me lo esperaba.
-Lo sé, pero es así. Quiero que sepas también que no tienes que preocuparte en decirme las cosas.
-Quería hablarte de esto pero me asustaba la idea que podrías cortar. Lo sé que no eres racista ni nada de eso pero me daba miedo.
Acerqué mi mano a la suya y la tomé.
-No quiero que te preocupas por esto. Tú me gustas por lo que eres.
-Tú también.
-¿Yo qué?
-Tú también me gustas y mucho, apretó más fuerte mi mano.
Le sonreí, aquella sonrisa que durante toda la semana se había apagado. Con seis palabras dicha por él mi humor cambió y todas las preocupaciones de fueron.
-¿Vamos?, me preguntó.
-Sí, esta vez invito yo, comenté.
-No, la próxima.
-¡Ale!
-Dime cariño.
-Alejandro, no me oyó porque ya estaba en frente la caja.
-Tengo una cosa para ti, dije sacando una hoja de la chaqueta.
-¿Y eso?
-He intentado escribir una poesía para ti.
-¿Para mí?, me preguntó con voz sorprendida como si le estaba regalando un coche de última generación.
-Es solo una poesía.
-Pero la has escrito tú con el corazón.
-Sí, claro.
-Entonces tiene mucho valor, ¿y quieres que la lea ahora?
-Sí.
-Vale, la cogió.
El último verso decía de tomarme la cara y besarme, porque era lo que más quería, no sabía si lo habría hecho o me habría agradecido y nada más.
-Ven aquí un segundo, me tomó la mano y me llevó en un rincón de una calle.
-¿Entonces te has gustado?, le pregunté.
Me miraba sin decir nada.
Se acercó, me tomó la cara con las dos manos y me besó, por la primera vez me di cuenta que alguien me había echado de menos.
No, no alguien, él.
Porque él no era alguien, él era él.