Todo estaba envuelto en mentiras. La muerte de unos padres era un acertijo que intentaba descifrarse en la cabeza de alguien que no entendía. Tres dimensiones diferentes: un espacio indulgente lleno de voces, una figura que parecía saber más que los que aún no eran sabios y la presencia de otro con una espada frente a quienes eran débil.
Era el mismo hombre que, poco antes, había tomado en sus manos lo que ya yacía como el cadáver de una joven llamada Anaïs. Pero, aun así, el miedo a su presencia no se apoderó de él: ¿Dos personas diferentes en el mismo lugar?». Tan distantes, pero tan iguales. Fue este hombre quien le infundió valor y guio sus pasos hacia algo que desconocía. Sus ojos estaban detenidos y a su vez sus cuerpos acorralados por aquellos que solo querían su muerte en ese momento: un joven y una dama.
El cuerpo de Nael temblaba con el de Mehr, rogando al cielo que les perdonara la vida. La marca en el pecho de Nael se encendió de nuevo, conteniéndole. Impotente, no podía hacer nada para salvarla. Sin aliento, se detuvieron exhaustos.
—No podré salvarle —el joven gritó suplicante, con las pupilas dilatadas, la ropa manchada y rota—. Ni siquiera podía salvarles la vida.
Esta vez, el miedo se apoderó de él. Le atenazaba saber que había dejado atrás a quienes quería y podría regresar.
—¿Qué destino es este? —su voz se quebró en medio de la pregunta.
—¡Escucharon! —gritó el hombre que estaba frente a él, aunque tenía la cara cubierta de hollín y el cuerpo en muy mal estado—. Es la imperfección de un ser que aún tiene los ojos vendados: ni siquiera comprende cuál es su destino.
Mientras todos reían ante el comentario de Nael, el anciano levantó la voz, y Nael mantuvo la mirada fija en él, quien, sin sentir la más mínima simpatía, solo sentía el placer de ver correr su cabeza por sus pies. Rión se acercó con una espada muy vieja y oxidada en la mano, apoyándola bajo la barbilla de Nael, sin antes acariciar la mejilla de Mehr. Se pasó la lengua lentamente por los labios y sus ojos brillaron con la luz de la antorcha.
Todos querían presenciar el espectáculo.
—Tu único destino es morir —masculló con suficiencia—. Tómalo como una señal de que hemos ganado.
Él jadeaba y ella estaba enterrada contra su pecho con los ojos cerrados, cuya vida pasó por la mente de Nael en un instante. Quien agachó la cabeza al ver cómo Rión levantaba la espada en el aire, y cerró los ojos con fuerza al oír el sonido de la carne desgarrada. No fue hasta que volvió a abrir los ojos y negó lo que veía cuando se dio cuenta de que no era su cabeza ni la de Mehr la que había caído al suelo, sino la de uno de su clan, cuya sangre manchaba los pies de su verdugo en un río escarlata.
La mano del hombre, que nadie vio sino sólo él sintió, agarró la suya. Después de ver lo que vio, su espalda golpeó el suelo de la habitación donde estaba esparcido el universo, y luego se fue, dejando que sus palabras resonaran en el espacio:
—A veces es muy importante tomar el control de lo que nos ocurre.
Un pequeño golpe en la cabeza le despertó; tenía una pequeña hemorragia interna. Matthew levantó la vista de su escritorio y miró a su alrededor, ligeramente sobresaltado.
«Te has vuelto a quedar dormido». A Matthew las palabras de Nella no le sonaron a sueño, pero enfrentado a la realidad, sólo pudo suponer que lo era. Inquieto por la visión de una chica de piel de porcelana y rasgos asiáticos, Nella sacó rápidamente un paño de su bolso y se lo colocó sobre la cara, para después inclinarle la cabeza hacía atrás.
—Estás sangrando. Tu nariz… Creo que deberíamos ir a la enfermería.
Iban a clase de religión. Nella pensó que Matthew debía entender mejor su relación con lo divino, así que le obligó a asistir a clase, pero a menudo no conseguía asimilar la información. Siempre se quedaba dormido en mitad de la clase, independientemente de lo que estuviera leyendo o escuchando. Sin darse cuenta de la repentina hemorragia nasal, lo llevaron a toda prisa por el pasillo y lo tumbaron en una camilla. Toda la habitación estaba fresca y tenía un olor agradable, al uso de su sentido. Sólo había una persona en la habitación a la que podía prestar demasiada intención, que le estaba tomando la tensión y la temperatura para asegurarse de que no tenía fiebre, ya que minutos antes, cuando a penas coloco un pie en la enfermería le había indicado que sentía mucho ardor en el cuerpo. El chico le miró con curiosidad y Matthew sintió que se le cortaba la respiración.
—¿Qué haces? —tartamudeó Nella, con la cara enrojecida por el nerviosismo—. Esto es la enfermería, cálmate.
—No puedo respirar y me molesta la camisa.
Matthew movió su corbata roja de un lado a otro y empezó a desabrocharse el primer botón de la camisa.
—Puede esperarnos afuera, señorita —dijo aquel joven que seguía mirando sus papeles y escribiendo, y no quería que lo molestaran.
—Pero…
—Por favor, escúchale.
Le ordenó Matthew a Nella, que negó tranquilamente con la cabeza e hizo lo que él le pedía. Nella parecía insatisfecha, pero acabó cediendo y abandonó la enfermería. Ross cerró la cortina de la camilla y miró a Matthew de buena gana, y esperó a que se quitase la camisa.
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Editado: 25.01.2024