Ya pasados unos minutos, y con una ligera mejora que le permite despejar su mente y apartar los incontables fantasmas de dudas y miedos que se han volcado sin demora después de morir su pequeña lumbre, abre los ojos aún sabiendo que la ausencia de luz le acompañará en adelante y, a pesar de no verlas, oye como apenas a unos metros más allá fluyen correntosas aguas que delatan la existencia de algún enorme y desconocido río que, en su dolor, no oyó cuando escapaba de su otrora guía.
A su alrededor, apenas es perceptible el contorno de lo que se encuentra adyacente o cercano, y aquello que se presenta lejos le es tan difícil de advertir que desconoce la naturaleza de la gran mayoría, pero, a pesar de todo, en su corazón guarda el sutil consuelo de comprender que, conforme a sus vivencias, sabe que los ojos de un ser humano precisan de tiempo para adoptar algo de la oscuridad que les rodea y, con algo de suerte, lograr ver de una manera más favorable en las penumbras.
Con eso en mente, y con la intención de evitar que su razón sucumba al llamado de la desesperación que cubre todo el lugar, observa cómo sus manos aún se encuentran posadas sobre los adoquines, pues todavía permanece de rodillas. Allí, no solo nota como la fría humedad de las piedras le acompaña, pues la había olvidado desde que el calor de la muerte ayudó a calmar un poco su corazón, sino que logra vislumbrar cómo los adoquines brillan con una sutil iridiscencia que les permite distinguirse con dificultad del resto del lugar, marcando así una senda apenas perceptible en medio de la oscuridad.
Así advierte también el contorno de un enorme puente de piedra que atraviesa aquel desconocido río, lo sabe porque, a pesar de la oscuridad, su fría faz es complementada por un par de inmensas columnas que cumplen como entrada al mismo y por las que atraviesa el camino hasta perderse a lo lejos en el otro lado.
Sin tiempo que perder, se yergue deprisa mientras frota su rostro, comenzando una lenta y cautelosa marcha sobre el sutil brillo del camino mientras sus ojos aún no asimilan la oscuridad circundante y una constante incomodidad que le embarga cuando intenta mirar hacia cualquier lugar y no distingue nada más que el impasible musgo que yace sobre las piedras que forman aquel puente.
Siente miedo, pero, a diferencia de lo que aconteció cuando la luz del pasado existía, no teme de lo desconocido, pues la muerte encaró su angustia y espantó gran parte de ella en un cálido abrazo que selló con aquel beso espectral que aún late sobre su frente; sino que teme a tropezar y perder el rumbo aun cuando el débil fulgor del sendero le invita a no apartar la mirada. Pero, lugar extraño es aquel en el que se sabe, pues, a pesar de no ver ni escuchar alma alguna que le acompañe, desde las extensas sombras siente como incontables ojos le acechan silentes como las fieras de la noche.
Con aquel temor, que evoca en él la sensación de un sudor frío que comienza a humedecer su espalda tras cada paso que se redobla con los segundos cuando acelera su marcha, urge en su mente el anhelo por no detenerse y lograr llegar al final de las esquinas y derruidos puentes de piedra que se presentan ahora ante sus ojos que, por lo demás, han logrado asimilar con mayor afinidad la oscura lid que hoy enfrenta.
Así, tras un tiempo de avance, logra distinguir la silueta de un nuevo puente tras una pequeña colina, uno que, a pesar de la oscuridad aparenta mostrarse mucho más imponente que los demás al alzarse sobre la elevación del terreno que le antecede, pero sabe que debe continuar su marcha para poder observarlo con un poco más de claridad. Mas, cada paso que le acerca a aquella colina es cargado por la, ahora, notoria presencia de incontables y desconocidas criaturas que le acechan en silencio desde algún lugar y parecieran seguirle. Aquello le aterra, pues, incluso cuando aquellas extrañas presencias no han de mostrarse ante sus ojos ni emitir sonido alguno, no puede dejar de lado el hecho de advertir como su número y cercanía ha aumentado con cada uno de los añosos puentes que ha dejado atrás cuando se sirvió de ellos para cruzar las torrentosas aguas que corren bajo los mismos y de cuya existencia supo solo por el apabullante sonido de las mismas debido a la falta de luz.
Así, cuando ya ha atravesado la colina y se encuentra tan cerca de aquel puente que vio a lo lejos, es cuando puede observar su imponente tamaño.
Observa también como dos enormes columnas parecidas a los pilares de algún antiguo templo se yerguen entre sombras para formar un enorme arco que se proyecta sobre el camino en penumbras y funge como puerta de entrada al mismo, bajo el cual, y congelando su sangre con un terror que cala en lo profundo de su corazón, puede ver la silueta de una criatura similar a un hombre muy alto y delgado que pareciera observarle en silencio y encorvado como un anciano.
Pero, sabiendo que la propia muerte le ha conminado a no detener su marcha, sujeta con manos frías su corazón y culmina su andar al detenerse frente a tan extraño ser, alzando su cabeza y observando con terror como su tamaño quintuplica el suyo.
Aquel ente, que a pesar de la poca luz que les rodea tiene el tamaño suficiente para ser visto por el aterrado muchacho y bañarse por una extraña y débil luz que nace desde más allá del puente, le observa con enormes y brillantes ojos blancos, parecidos a grandes y opacas perlas que se incrustan en la corteza húmeda de algún árbol podrido por la ciénaga de un lugar olvidado hace mucho. Sus manos, que muestran dedos tan largos como ramas secas que se desnudan en invierno, se encorvan una sobre la otra para descansar sobre un delgado, pero abultado vientre que aparenta estar desnudo como el resto de su cuerpo. En lo alto de su cabeza, y semejantes a los cuernos que portan los machos cabrios, descansan dos grandes protuberancias que se enroscan sobre sí mismas para descender cerca de sus ojos y presentar una afilada punta hacia adelante tan larga como uno de sus dedos, desviando la atención de su rostro, en el cual reposan dos grandes colmillos del mismo color de sus ojos que descienden poco más allá del borde de su robusta mandíbula. Aquel aspecto, que es complementado por dos largos y profundos surcos en el lugar donde debería haber una nariz, la cual parece haber sido arrancada o no haber existido jamás, pronto hacen languidecer en su presencia el alma de un mortal que se presenta ante sus pies, tumbando de rodillas la existencia de aquel que ha posado sus ojos sobre su piel opaca, oscura y surcada como la corteza de los pinos.