Pronto se ve junto al hombre, sabiéndose indefenso no solo por el inconmensurable poder que supone de él, sino que, a su lado, se observa tan pequeño como un infante junto a su padre, pues el diablo casi duplica su tamaño, pareciendo que este no ha de tener una altura inferior a dos metros, pero, muy por el contrario al gran e imponente Samael, luce tan familiar que pudiera haber fungido como su propio vecino de barrio y no advertirlo, pues nada en su apariencia es distinto a la de cualquier hombre si no ha de considerarse su gran tamaño.
Así caminan durante un tiempo, sin palabra alguna que cruce entre ambos para romper un silencio que solo se ve interrumpido de vez en cuando por el sonido de la brisa o algún animal que pareciera huir de su presencia, pues, incluso el mismísimo cuervo se halla en paz aún sobre la cabeza del joven, arañándole en ocasiones cuando se acomoda para no resbalar.
"Tiempo al tiempo", es lo que recuerda con cada paso que les adentra por un camino apenas perceptible en medio de los árboles, pues los minutos han dado paso a las horas y el silencio pronto comienza a tornarse en una inútil carga que pareciera solo incomodar al incrédulo muchacho.
Marcha junto al demonio, cargando los negros maderos del fruto de un pacto a cambio de su alma, rompiendo en cierta forma su falta de fe en la existencia de aquel y de su divino adversario, pero siéndole extraña la indulgencia y "humanidad", si así pudiera llamarle, que no solo viste Lucifer, sino la misma muerte que, tras su esquelética y seca apariencia, oculta la belleza de una sencilla y altanera mujer.
Quemará su tiempo intentando responder a mil interrogantes que carcomen su mente.
Así, y habiendo recorrido ya hasta la noche, el solitario aullido de lobos que rondan no muy lejos de allí es algo que trae a su memoria el macabro acecho de las viles criaturas semejantes a perros alargados que conoció en el Abyssus. Aquello le inquieta, pues no conoce la noche en estos parajes, y a pesar de que la luna se alza llena y radiante en lo alto de un cielo estrellado, solo le queda el consuelo de saberse en compañía de su silencioso compañero. Pero eso no le basta.
Serpenteando entre árboles y rocas, cual conejo, ya con la noche en pleno sobre sus cabezas, poco logra el joven disimular aquella ansiedad que arrastra a causa de lo desconocido y una marcha desesperante que no parece acabar, acomodando entre pasos torpes su guitarra y molestando al cuervo con ello, provocando en ocasiones que el mismo rompa su silencio y vuele a ratos entre el hombro del diablo y la cabeza del muchacho mientras grita una vez en cada vuelo, como avisando que ha de cambiar su posición.
En una de aquellas ocasiones, cuando los tres llegan al borde de una pequeña laguna que se asoma discreta en el bosque, la humedad y el fango provocan que el joven resbale sin aviso, cayendo de espalda en un estrépito alimentado por el sonido de su guitarra golpeando el suelo y, para mala fortuna de este, el graznido del cuervo que, sin tiempo para reaccionar, había volado desde el hombro del hombre de negro en dirección a la cabeza del joven, cayendo junto con él y manchando su oscuro plumaje con tierra y hojas húmedas. Aquello, que provoca un repentino y fugaz enfado en el ave que descarga su furia contra el joven al dar ligeros picotazos y zarpazos contra su cuerpo, no parece perturbar la concentración del hombre, que se ha detenido a la orilla de la pequeña laguna y observa el denso paisaje de grandes pinos y robles que se presenta del otro lado.
Pero, a pesar del alborto que tal escena ha causado, rompiendo el silencio de la noche, tras unos momentos de haber acabado el ataque del cuervo, este último decide posarse sobre la guitarra del muchacho y, mientras acicala su emplomado ser, decide sorprender nuevamente al atolondrado joven que ahora le observa con cuidado.
– Olvidemos todo esto, joven.– Habla con gracia y educación mientras continúa con su pico hundido en una de sus alas, acabando luego y, dando la espalda al muchacho, continua mientras observa cómo el diablo aún permanece contemplando el paisaje.– Has de perdonar mi comportamiento. Soy un caballero.
La voz del ave, similar a la de un antiguo hidalgo, poco asombra al joven, pues, en honor a la verdad, la extrañeza de esta tierra y las cosas que se han presentado ante sus ojos, poco a poco han ido formando parte de su nueva normalidad, pero, aun así, la cuota de asombro que si nace de él es suficiente como para abrir los ojos como dos grandes canicas ante un ave con voz de hombre.
Así, y aún sentado en el frío y húmedo suelo, asiente con la cabeza a la tregua ofrecida por el cuervo, guardando silencio mientras observa como el ave, tras unos segundos, voltea con calma sobre la madera y le observa.
– Con todo lo que has visto, no debería de causar asombro la voz de este viejo pajarraco, ¿o sí?
– No...– Responde titubeando el muchacho.
– ¿Quieres saber algo que sí ha de asombrarte?.– Continúa el ave.– Te conozco, muchacho, desde antes de tu llegada a este lugar.
Tal declaración del cuervo, qué impasible como una roca, revela aquello a un joven de negros ropajes que le observa sentado frente a él, no tarda en sumar una nueva interrogante a las muchas que ya inundan la mente del muchacho.
– Te vi esa noche en el callejón. Aquello fue lamentable.
La duda, que traída por el recuerdo de esa noche aciaga, ronda ahora la mente del muchacho, no ha de centrar su atención en los detalles del extraño conocimiento del cuervo, sino el saberse ante una criatura que, si no ha de ser también un alma errante como él, cuando menos ha de haber cruzado entre mundos para cruzar su camino con el suyo.