barrio31

capitulo 1

Capítulo 1

La tierra exhibía un paisaje desolador tras el cataclismo. Especies mutantes merodeaban entre la escasez de recursos y las condiciones de vida deplorables. La civilización tal como se conocía había sido borrada del mapa.

En el sector anárquico a trescientos kilómetros al oeste del Barrio 31, un joven de 23 años avanzaba cabizbajo por una calle innominada, abrazando un fardo de ropa contra el pecho. Sus botas resonaban sobre el asfalto agrietado donde los sistemas de alcantarillado llevaban décadas colapsados. El aire espeso transportaba el hedor de letrinas precarias adosadas a comercios semiderruidos. En todo el sector, apenas se divisaban ventanas iluminadas. Grupos de mujeres famélicas acechaban en las esquinas como sombras vivientes.

El caminante se llamaba Pablo. Sus 1,80 metros de complexión atlética contrastaban con el aspecto descuidado: barba incipiente, cabellos grasos pegados al cráneo, ropa impregnada de manchas indeterminables. Aquel día, tras perder su último empleo, se dirigía a tramitar la identificación del Barrio 31. El primer peldaño de su plan.

Al aproximarse a un cruce de calles, ajustó el paso hacia la izquierda cuando una voz rasgó el silencio:

-Señor... señor...

Una mujer con vestido descolorido y chaqueta remendada le sujetó del brazo. En su mirada bailaba esa desesperación particular de quien ha agotado todos los recursos.

-¿Ocurre algo? -Pablo giró con brusquedad.

-Treinta dólares -sus dedos esqueléticos señalaron una covacha con cortina mugrienta- Podríamos... ya sabe.

-No llevo efectivo.

-Espere -vuelve a agarrarle la manga- ¿Veinticinco?

La mandíbula de Pablo se tensó: -He dicho que no tengo. Suélteme.

El aroma a hambre se hizo más intenso cuando la mujer se inclinó susurrando: -Medio kilo de harina... acepto medio kilo.

-¡Quítese de mi camino! -sacudió el brazo con violencia, pero los dedos febriles persistían. Siguiendo su mirada, divisó a tres criaturas escuálidas jugando con latas oxidadas.

-Tres bocas que alimentar -su voz se quebró- Si hoy no... media taza, por favor. Te lo suplico. Que Dios te bendiga.

Pablo esbozó una mueca glacial: -Llevamos años en este infierno. Si no puedes mantenerlos, ¿para qué parir más ratas?

Su capa rozó el aire al girar, dejando atrás el eco de sollozos sofocados. Las botas resonaron sobre el asfalto hasta perderse en la niebla crepuscular.

La mujer se quedó petrificada un instante. De pronto, como impulsada por un resorte, se lanzó hacia la vivienda trasera. "¡Ese tipo... cuando le agarré la chaqueta vi algo!", jadeó frente a un hombre encorvado sobre mapas desplegados, su voz un susurro cargado de electricidad.

Treinta minutos más tarde, bajo un cielo de plomo, Pablo ascendía por las escaleras carcomidas de un edificio de seis plantas que semeja un gigante herido. Sus pisadas levantaban remolinos de polvo lunar en los peldaños fracturados. En el quinto nivel, una puerta desvencijada crujió al ceder ante su hombro.

La estructura fantasma -donde sólo habitaban él y Rodrigo desde aquel encuentro fortuito entre latas de conserva oxidadas- exhibía sus costillas de concreto a través de grietas umbilicales. En otra época hubieran colgado carteles de "Peligro de derrumbe", pero ahora la civilización se medía en pasos hasta la próxima fuente de agua contaminada.

El departamento desnudo guardaba secretos en su simplicidad: un catre militar, un armario herrumbrado, y en la pared, un periódico amarillento con fecha del 24/01/2019 que burlaba el paso del tiempo. Pablo se sacudió la chaqueta como una serpiente muda su piel, extrajo con reverencia una mochila descolorida, y de sus entrañas surgió un paquete de harina que brilló como polvo de estrellas.

-¿Rodrigo! ¿Está lista la cena? -su eco rebotó en las tuberías expuestas.

De entre las sombras emergió una silueta de ébano vivo. -Cinco minutos, hermano. Acabo de...

Un estruendo seco interrumpió el diálogo. Tres impactos metálicos resonaron escaleras abajo, cada uno más nítido que el anterior. Pablo congeló el movimiento midiendo fracciones de segundo: la mochila al abismo del armario, los dedos dibujando el cuchillo en la cintura, los ojos convertidos en escáneres láser mientras se aproximaba a la entrada. La madera podrida de la puerta vibró con su aliento contenido.

La escalera gemía como bestia herida bajo el peso de la horda. Primero emergieron ocho cabezas infantiles coronadas de ojos dilatados, luego una docena de sombras adultas que ascendían en tromba. El edificio crujió en sus entrañas, desprendiendo yeso necrótico de las paredes.

-¡No suban todos! -rugió Pablo clavando las botas en el suelo vibrante- ¡La estructura cederá!

Los niños del frente extendían manos de pájaro recién emplumado. -Señor... hambre -susurró una niña con trenzas deshechas.

Pablo esbozó una sonrisa de hielo: -Cuando vuestras familias cocinen, ¿me avisarán?

Detrás del velo infantil, los adultos mostraban colmillos. Un mastín calvo con cicatriz en el cuello empujó a los pequeños: -La comida. Ahora. O te despedazamos.

-¿Ven estas paredes? -Pablo abrió los brazos mostrando grietas umbilicales- Mi despensa son las ratas que cazan las cucarachas.

El líder golpeó el pasamanos podrido: -¡Medio saco y nos vamos!

El coro de hambre creció como marea negra. Al primer movimiento de la turba, el edificio escupió un estruendo apocalíptico. Fue entonces que Pablo transformó su mirada. La navaja emergió de su cintura como víbora plateada, su filo dibujando arcos letales en el aire viciado.

-¡Hijos de perra! -escupió con voz que partía cristales- En esta cloaca sólo sobreviven los lobos. ¿Hambre? ¡Cómanme las entrañas!

La hoja dentelló con luz enfermiza .

El silencio pregnante duró dos latidos. El calvo esbozó una sonrisa de hiena: -Los críos van primero. ¿Los atravesarás a todos? -gritó, empujando a un niño contra la navaja temblorosa.




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