Basset hound. Tristemente destinados

Capítulo I. Varados en la nieve

Corrían las seis de la mañana del 19 de diciembre, cuando el micro que trasladaba a decenas de pasajeros de regreso a casa, para poder pasar la Navidad en familia, quedó varado por la enorme cantidad de nieve que impedía continuar la marcha. ¿Y ahora qué? pensaron todas y cada una de las personas que venían a bordo, preocupadas por el destino incierto que asomaba inclemente y por el temor, fundado, de quedar a la intemperie con temperaturas siembre bajo cero que amenazaba con helar cualquier pretensión de llegar a destino.

—Señores pasajeros, haremos una parada forzada hasta tanto el clima nos permita seguir nuestro camino —anunció el chofer luego de hablar con los agentes viales.

—¿Y cuándo pasará eso? —preguntó un hombre poniéndose de pie en los asientos traseros.

—No tengo el poder de predicción —ironizó—, pero les garantizo que ni bien la nieve ceda, zarparemos para nunca regresar.

—¿Y qué sucederá con nosotros?, ¿dónde se supone que pasaremos el tiempo hasta que eso ocurra?

—No se preocupen —replicó con las manos hacia abajo, llevando calma—, hay un hotel a trescientos metros de aquí, y la compañía ya se comunicó con el gerente para hacer las reservaciones necesarias.

—¿Y también se harán cargo de los gastos? —inquirió una mujer en clara pose altanera—. Porque no traigo dinero para hacer frente a un alojamiento lujoso, en un sitio como este.

—Descuiden, la empresa se compromete a llegar a un acuerdo con cada uno de ustedes.

—¿Pero ese inconveniente se solucionará pronto, verdad? —preguntó Akina con el rostro pálido como el gélido invierno que azotaba más allá de su ventanilla—. Debo llegar a casa para Navidad.

—Todos tenemos la misma intención —replicó el chofer.

—No, usted no entiende —sonrió nerviosa—; llevo más de cinco meses fuera de mi casa, y le prometí a mi hija llegar a tiempo.

—Comprendo la situación, y también supongo que cada uno de los pasajeros de este micro tienen urgencia de llegar a destino, pero no está en mi poder; lo lamento.

—No puede ser —susurró tapándose el rostro con ambas manos.

—Ahora bajen del micro y síganme —vociferó—, luego volveremos a tomar el equipaje.

     De repente, gracias a los avatares atmosféricos que no pueden controlarse, lo que se suponía un viaje de rutina, se transformó en una auténtica odisea que no hacía más que iniciar y ponía a prueba no solo el temperamento y paciencia sino, y sobre todo, la angustia de un corazón abatido.

     Para colmo de males, luego de arribar al Hotel Franburg Shus, una parada obligada para todos aquellos amantes del confort en los paraísos nevados, los pasajeros se desayunaron que, debido a la época, plena temporada alta de turismo, había menos habitaciones disponibles de las necesarias y más de uno debía buscar otro rumbo si quería pasar el día a resguardo.

     Trabajando contrarreloj, la empresa de trasporte encontró en el cuartel de bomberos un buen aliado para salir del paso y poder alojar allí a buena parte de los desdichados; sin embargo, lo que era visto como toda una experiencia o aventura para la gran mayaría, para una mujer que venía soportando la abstinencia de cariño y odiaba, de plano, cualquier cosa que se saliera de la rutina establecida, el periplo comenzaba a volverse toda una tortura.  

—Disculpe señorita, ¿se encuentra bien? —indagó un hombre abrigado hasta el cuello, al que apenas se le veían los ojos detrás de la bufanda.

—Sí, no se preocupe.

—Pero está llorando.

—El micro en el que viajaba se vio forzado a detenerse por el clima y…

—Ah, ya veo —interrumpió—; de seguro tenía prisa por llegar a casa.

—Sí, de hecho la tenía.

—Estas fechas son muy especiales, comprendo su sensibilidad.

—Y ahora resulta que no hay habitaciones donde alojarnos —se quejó resignada.

—¿De verdad?

—Parece que todo está ocupado…

—Mire —carraspeó—, mi esposa y yo somos los dueños del Palacio Martinoli, una posada que se encuentra a poco menos de tres kilómetros de aquí.

—¿Habla en serio?

—¿Por qué le mentiría?, ¿acaso le parezco un asesino serial?

—¿No lo es, cierto? —ironizó desatando una carcajada genuina en el anciano.

—En casa hacemos masitas y facturas que traemos al hotel, para servir en el desayuno.

—Y por eso está aquí tan temprano.

—Usted lo dijo.

—¿Pero no están a capacidad máxima en su posada?

—Siempre hay sitio para alguien más, sobre todo en estas fechas.

—No sabe cuánto se lo agradezco —replicó con una sonrisa de oreja a oreja—, pero me temo que aún hay otro inconveniente que no le menciono.

—¿De qué se trata? Si es una cuestión de dinero, no se preocupe, nosotros…

—Tengo un perro —interrumpió sin anestesia.

—¡Adoro a los animales! —exclamó—. Será más que bienvenido también; ¿cuál es el nombre de tu amigo?



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En el texto hay: navidad, romance, polos opuestos

Editado: 01.09.2021

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