Hace muchos años
Terreno de las sombras
Logramos vivir siglos en paz con los ángeles, sin que ninguna guerra se produjera entre nuestros mundos.
Pero todo acuerdo de paz llega a su final.
Los errores de nuestro pasado deben ser pagado.
La ignorancia de los ángeles siendo nuestra ruina.
Las órdenes dadas por su líder, trajeron consigo la guerra entre ambas especies.
Pero pelearemos por mantener nuestro mundo en pie.
No dejaremos que los ángeles nos arrebaten lo único puro que ha tenido nuestro mundo.
Veo a mi padre prepararse, ordenando sus armas en su uniforme y empacando lo necesario para empezar su misión asignada, desde mi lugar, sentado junto a la cuna donde se encuentran recostadas las personas más importantes de mi vida.
Una que mira el techo con indiferencia, con esos ojos peculiares suyos. El derecho, tan oscuro como su origen y deseo, pero incendiado por las motas rojas que se encuentran en él. El izquierdo, tan claro como su voluntad y fuerza, con manchas azules que logran proyectar calma si así lo desea.
Pocas personas tienen la oportunidad de ver sus magníficos ojos, porque en ellos se encuentra el secreto de su existencia y el motivo de ella.
La otra persona, estirando sus pequeños brazos, intentando alcanzarme, tiene los mismos ojos que su hermano, pero invertidos de lugar. Con el mismo espíritu, la misma cantidad de luz y oscuridad corriendo por ambos cuerpos.
En medio de ambos, como si estuviera custodiándolos, se encuentra una pequeña niña, sus ojos negros con rayos morados corriendo por ellos, como los de todos nosotros, mirándome con aprecio, pero a la vez desafiándome, mandando un claro mensaje de que no dejará que toque a los gemelos a menos de que padre me dé permiso.
—Zanir ¿tienes todo listo?
Me levanto de la silla después de ofrecerle mi dedo al gemelo que quería alcanzarme, ganándome un bufido de parte de mi hermana.
—Todo listo padre— Agarro con cuidado el cofre que está encima de la mesa, procurando no poner mis pulgares en la tapa y se lo entrego, viendo como lo envuelve en un pañuelo aterciopelado.
En ese momento llega mi madre junto con tres señores.
Los reyes de este lugar.
—Majestades— Padre se doble en una seña de respeto que yo no tardo en copiar.
—¿Cómo están mis hijos, Kaleb? — pregunta el hombre oscuro, como me gusta llamarle, palmeándole el hombre de mi padre y revolviéndome el pelo, queriendo lucir seguro y despreocupado, sin lograrlo, teniendo toda su expresión crispada en preocupación e ira.
—Acababa de guardar el cofre, Mi Señor. Estaba esperando a que llegara para poder empezar.
—Bien— Se acerca a la cuna y agarra a los niños, uno en cada brazo y los observa. El señor y la señara que llegaron junto con él se acercan para poder cargarlos también, la mujer siendo la última en hacerlo.
Mis padres aproximándose a la cuna cuando les indican que lo hagan, colocándose cada uno en una punta, dejando al señor oscuro en medio.
Me quedo parado junto los tronos, contemplando como empiezan a recitar en conjunto, algo que provoca que la cuna brille y los ojos oscuros de mi hermana sean opacados por el morado, y los de cada gemelo por el rojo. Las venas de sus pequeños cuerpos luciendo cada vez más oscura hasta y emergiendo del brillo de la cuna dos coronas que son depositadas en la cabeza de los primogénitos.
Un fuerte estruendo, junto con una sacudida, hace que de un respingo en mi lugar y corra hacia el ventanal para saber qué fue lo que lo ocasionó, y lo que veo me deja por unos largos segundos petrificado, hasta que vuelvo a ser consiente y corro directamente hacia el lugar en el que mi padre mantiene, sin dejar de recitar junto con los demás.
—Ya ha empezado padre.
Afirma rígidamente con la cabeza, para que sepa que ha escuchado la información y continúa tomando las manos de las personas, para no perder poder ni concentración en el acto.
Regreso al ventanal, que me recibe con la vista de los demás demonios en sus posiciones para la guerra que llegará más rápido de lo teníamos planeado.
El cielo de nuestro mundo abriéndose para darle paso al centenar de ángeles que entran para comenzar con la guerra.
Mi padre me ha hablado del sol. Aquel que los humanos tienen en su mundo, aquel que brilla incluso más que las estrellas que vemos nosotros en el cielo nocturno de nuestro mundo.
Nunca lo he visto por mis propios ojos, pero podría jurar que los ángeles tienen el mismo brillo, llegando a ser tan cegadora, que todos nos vemos obligados a mantener nuestros ojos entrecerrados por tan nueva cantidad de luz, desconcertándonos y empezando la batalla por nuestro momento de debilidad.
Muchos cayeron antes de poder iniciar, pero los que siguen de pie, son ayudados por las largas líneas de sombra que salen de sus cuerpos, pudiendo atacar a los ángeles sin que estos se den cuenta de que algo se está deslizando por sus pies, subiendo por sus espaldas y clavándose en sus corazones, matándolos enseguida.
Cada bando saca sus espadas.
Los ángeles, unas de oro con líneas azules, tan luminosos como del lugar donde fueron hechas. Sus cuerdas del mismo material, capaces de envolver a un demonio y bajarle sus defensas.
La de los demonios, plateada tallada con líneas negras, que flamean cada vez que entra en contacto con el cuerpo de un ángel. Teniendo el poder en sus venas de convertirse en peludos y oscuros monstros, que con una sola mordida de esos dientes logra paralizar a su oponente.
Cada uno teniendo la oportunidad de alzar sus alas y volar.
Vuelvo la mirada a la cuna y veo a mis padres sosteniendo a mi hermana y a los dos señores a uno de los bebés cada uno, mostrándole la espalda al señor oscuro, que sigue con los ojos cerrados y las manos apretadas en la cuna.