Bedavenano, el renacer de las sombras

Capítulo 1: El pájaro.

Un espacio oscuro y negro la envolvía por completo, como si hubiera sido sumergida en un vacío sin fin. No había puntos de referencia, ni límites visibles, solo la oscuridad que se extendía infinitamente a su alrededor.

Cada movimiento que intentaba hacer parecía no tener impacto en su entorno. Flotaba en la negrura, sin gravedad que la anclara a ningún punto. El silencio imperante la envolvía, como si el vacío hubiera absorbido cualquier sonido que pudiera haber existido. No había más que la sensación de estar suspendida en un espacio sin forma ni sustancia.

Entonces distinguió una luz conocida a lo lejos, muy a lo lejos. Una luz cálida que la atraía hacia sí. Lucía se aproximó flotando al ave que proporcionaba aquella luz en ese lugar oscuro. Sus plumas ardientes creaban una sensación sobrecogedora en Lucía, y sintió la necesidad de acercarse a aquella ave de fuego desconocida y, a la vez, tan familiar.

Se acercó un poco más y el ave clavó sus ojos rojos en los suyos antes de alzar el vuelo y alejarse. Un torbellino de calor abrasador rodeó a Lucía, sofocándola hasta sentir que el aire se le escapaba de los pulmones.

Despertó agitada, su corazón palpitaba con fuerza en el pecho.

«Otra vez aquel maldito sueño», pensó.

Lo tenía desde pequeña, y siempre era igual. Un carraspeo seco la devolvió a la realidad.

—¿Tomándonos una siesta, Lucía? —la voz de su profesora Agustina sonó burlona y llena de desprecio.

La sacó al pasillo para que «recapacitara sobre dormir en clase». Cosa que, por alguna razón, provocó muchas risas entre sus compañeros. Agustina, una mujer de unos cincuenta y tantos años, mostraba una figura algo rechoncha. Su cabello, que probablemente fue negro en el pasado, ahora se veía prácticamente blanco debido a las canas. Sin una razón aparente, Agustina albergaba una especial manía hacia Lucía. Tal vez el hecho de que Lucía fuera la única rubia en toda la clase tenía algo que ver. Aunque los demás profesores del centro insistían en que Agustina no tenía manía a ningún alumno, Lucía sabía que sí la tenía, y Agustina tampoco hacía mucho por desmentirlo.

Lucía tenía ojos verdes y piel clara salpicada de pecas; y, a pesar de no ser muy alta, le sacaba media cabeza a su profesora. También por esa razón la odiaba tanto. Le apasionaba la lectura, el arte y prácticamente cualquier deporte, a excepción del fútbol, aunque no sabía con certeza por qué no le gustaba. Tampoco tenía muchos amigos, pero no le importaba realmente; estaba bien con su mejor amigo, no necesitaba más. La temperatura de Lucía siempre había sido más alta que la de los demás, y en sus trece años de vida, jamás había sufrido ni un simple resfriado. En caídas, golpes y fracturas de huesos era una experta, pero, como decía su médico, parecía que los virus le tenían alergia. Por eso, cuando su madre se enfermaba, se preocupaba mucho.

Entonces escuchó un ruido en la ventana. Al principio pensó que era el viento, pero después de ver una mancha colorida estamparse en el cristal, estuvo segura de que aquello no era el viento. Se acercó lentamente a la ventana y se asombró con lo que vio. Era un pájaro, pero no uno cualquiera: era extraño y peculiar; tenía muchos colores y era bastante grande, al contrario de los gorriones o palomas a los que estaba acostumbrada. Tenía un pico verde y grande, unas alas de un violeta muy intenso, ojos pequeños y rosas, grandes patas naranjas —probablemente lo único medianamente normal— y una gran cresta de plumas rojas en la cabeza, similar a la de las abubillas, pero mucho más grandiosa. El resto del plumaje era negro oscuro.

Abrió como pudo la mugrienta ventana y cogió al pájaro con las manos. Cerró la ventana y se aproximó a su abrigo, que estaba tirado en el suelo del pasillo, y posó al pájaro allí para que entrara en calor. Fuera del edificio parecía hacer mucho frío. La ventana estaba empañada, pero se veían los árboles tambaleándose de un lado a otro. De no ser por las raíces, muchos estarían ya en el suelo por el vendaval.

Se quedó mirándolo hasta que el pájaro, ya recuperado del golpe, se levantó, la miró fijamente y, tras titubear —o eso le pareció a Lucía—, habló.

—Te pareces mucho a Julia. ¿Eres tú? ¿Eres su hija? —la interrogó.

—¿Qu... qué? ¿Cómo estás hablando? —dijo Lucía, sobresaltándose y prácticamente gritando. Estaba muy asustada; se tapó la boca con la mano para apaciguar el grito y, en un tono más bajo, siguió hablando—. Se supone que los pájaros no hablan.

—¡Yo sí! —dijo el pájaro, muy orgulloso de sí mismo. Tenía una voz ligeramente chillona, pero grave a la vez; muy extraña—. Me llamo Pichí Wilson. Señor Pichí Wilson, mejor dicho. O también puedes llamarme señor Wilson, como plazcas. Y por cierto, no has respondido a mi pregunta, señorita.

—Sí, mi madre se llama Julia. ¿La conoces acaso?

—¡Claro que la conozco! ¿Quién no conoce a Julia? —dijo el pájaro, como si su madre fuera famosa o algo por el estilo—. Tú debes de ser… Lucía López. ¿Me equivoco?

—No, señor Pichí, no se equivoca —la palabra «señor» la pronunció con sarcasmo; llamarle así a un pájaro le parecía ridículo—. ¿Pero cómo sabes mi nombre?

—¿¡Que cómo sé tu nombre!? ¿¡Es que tu madre nunca te ha hablado de mí!? —se le veía notablemente indignado. ¿Pero cómo un pájaro podía estar indignado? Lucía no lo sabía, pero era evidente que Pichí lo estaba—. ¡Esto es indignante!

—Mira, puedo entender que estés indignado, aunque no sé por qué mi madre parece ser tan famosa, pero sigo en la escuela, y si sigues gritando así, se van a dar cuenta y van a salir a ver qué pasa, y no creo que te haga mucha gracia que los profesores te descubran.

—Cierto, la escuela... Dile a la profesora que estás enferma o algo para irte a casa. Te espero fuera.

—Pero... —No le dio tiempo a acabar la frase. El pájaro salió volando escaleras abajo y desapareció por la puerta, dejándola sola. No tenía más remedio que hacer lo que le había dicho.




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