Cuando el esperado viernes finalmente llegó, Lucía ya tenía su mochila morada lista en la esquina de su habitación. Era su preferida: lo suficientemente espaciosa para llevar todo lo necesario y cómoda para cargarla sin problema. Durante la semana, había descubierto que Bedavenano era una isla. Sin embargo, al buscarla en Google Maps, no aparecía donde Pichí y su madre le habían indicado. Solo se veía mar. No sabía cómo llegaría hasta allí; aún no se lo habían explicado, y Julia seguía replanteándose si debía dejarla ir.
El señor Wilson les contó que, antes de que ella llegara, ya había hablado con John, quien estaría esperándola en cuanto pisara la isla. Ese detalle dejó a Julia algo más tranquila.
Al saberlo, Lucía trató de encontrar toda la información posible sobre los faunos. No encontró mucho. Su madre le había explicado que existían dos tipos: los caprinos, mitad humano y mitad cabra, y los ovinos, mitad humano y mitad oveja. La mayor diferencia residía en los cuernos y el tipo de pelaje. “No debes confundirlos”, le había dicho Julia, “podrías causar disputas”. John era un ovino.
Al regresar de clases ese día, Lucía se despidió de su madre. La despedida se prolongó más de lo esperado. Julia aún dudaba sobre la decisión de dejarla marchar. Lucía le había dicho a su mejor amigo que estaría de viaje un tiempo y que, cuando volviera, le contaría todo lo que había hecho.
Finalmente, cuando se marcharon, Pichí comenzó a explicarle, al menos en parte, cómo llegarían a Bedavenano.
—La única forma de entrar en Bedavenano es por el muelle de Puerto Férreo —dijo Pichí, mientras Lucía lo escuchaba atentamente, aunque no tenía idea de dónde quedaban esos lugares—. Tardaremos unos dos días en llegar. Primero iremos a la estación de tren y cogeremos uno hacia París. Ese trayecto tarda catorce horas.
—¿¡Catorce horas?! —exclamó Lucía, sorprendida.
—Sí, catorce. Desde París cogeremos otro tren hacia Calais, que tardará unas tres horas. Desde allí, tomaremos el Eurostar, unas dos horas y media. Y, por último, desde Folkestone, un autobús nos llevará a la playa en diez minutos. Dejando atrás los trenes, el último viaje será a bordo de un Ballenil, que tardará poco menos de una hora. En total, son unas 21 horas de viaje. Como ya es tarde, dormiremos en el tren a París y por la mañana continuaremos.
—¿Qué es un Ballenil? —preguntó Lucía.
—Es una especie de barco. Lo descubrirás cuando lo veas —respondió Pichí con misterio.
—Está bien —asintió la chica, no muy convencida.
Tomaron un taxi hasta la estación de tren de Madrid. El taxista no dejaba de mirar al pájaro con recelo. Pichí había vuelto a ocultar las orejas puntiagudas de Lucía, pero se negó a cambiar su propia apariencia, lo que hacía que ella sonriera incómoda ante las miradas ajenas.
Al llegar a la estación, esperaron media hora hasta abordar el tren de las seis de la tarde. Lucía se preparó mentalmente para catorce horas de viaje. Dormiría la mayor parte del trayecto, lo que haría el camino más llevadero.
El tren llegó suavemente, con un murmullo que fue aumentando hasta convertirse en un chirrido incómodo. Antes de detenerse del todo, el vagón traqueteó varias veces. Lucía esperó pacientemente a que bajaran los pasajeros. La gente se agolpaba contra las puertas, deseosa de salir. La mayoría eran franceses. Cuando por fin pudo entrar, buscó su asiento.
Pichí le había dicho que, una vez en marcha, bajara la ventana para que él pudiera entrar sin ser visto: no aceptaban animales a bordo. Al cabo de unos minutos, el revisor pasó a troquelarle el billete.
Cuando el tren comenzó su marcha con un leve traqueteo, Lucía se acercó a la ventana y la abrió. Poco después, el pájaro entró al vagón con una torpeza divertida.
—Saca el mapa de Bedavenano que te di —le pidió el señor Wilson—. Vamos a repasar dónde estaremos cuando lleguemos a Puerto Férreo.
Lucía sacó un pergamino enrollado de su mochila y lo extendió sobre la pequeña mesa del vagón.
—Según entiendo, el muelle es donde embarcan los Balleniles, y Puerto Férreo es el nombre del puerto que lo rodea.
—Exacto —asintió Pichí.
—Y John nos espera en una posada del puerto, ¿no?
—Sí, en la Posada Maldita.
—¿Pero está maldita de verdad?
—¡No! —Pichí se rió cruelmente—. Solo es el nombre. Más adelante, en las praderas de los centauros, está la Posada de las Cuatro Patas, y eso no significa que tenga extremidades. Son solo nombres.
—Entiendo.
Lucía se fijó en otros nombres del mapa: las Montañas Azules, los Desiertos Helados, el Bosque Aweys, y la Región Oscura, donde Pichí le mostró el Palacio Arcaico, justo al lado del Bosque Oscuro, donde residía Connor. Ese sería su destino final.
Con el traqueteo constante del tren como música de fondo, Lucía acabó quedándose dormida. Soñó nuevamente con el ave de fuego. Era algo común desde hacía días.
Despertó horas después, sobresaltada por el silbato y una parada brusca: habían llegado a la estación. Miró el reloj en su muñeca izquierda: eran las ocho de la mañana. Se desperezó, recogió sus cosas, y abrió la ventana a la mitad para que el señor Wilson pudiera salir sin ser visto. Luego, salió del vagón.
Al abrirse las puertas, una oleada de gente la empujó hasta el andén. Cuando logró salir del tumulto, sacó un mapa del metro de París. Estaban en la estación Gare de Lyon, pero su próximo tren salía desde Gare du Nord. El trayecto en autobús tomaría media hora. Pichí no había tenido eso en cuenta. Debía darse prisa o perdería el siguiente tren.
Salió de la estación y, mientras esperaba el autobús, contempló el imponente edificio. La gran Torre del Reloj marcaba la hora con solemnidad, como advirtiendo a los pasajeros que no debían demorarse. En ese momento, dio las ocho y media. El autobús se acercaba. Pero Pichí aún no había aparecido.
Lucía comenzó a impacientarse, sintiendo cómo el nerviosismo crecía en su pecho.