Bedavenano, el renacer de las sombras

Capítulo 3: Puerto Férreo.

Lucía salió de la habitación acompañada de John. El fauno tomó la dirección opuesta a la escalera por la que Lucía había ascendido minutos atrás, conduciéndola por el pasillo de las diez puertas. Juntos caminaron hasta el final del pasillo, que desembocó en una majestuosa escalera que descendía hacia la planta baja, revelando otro rincón fascinante del edificio.

Lucía se inclinó sobre el pasamanos y paseó la mirada por la estancia que se desplegaba a los pies de la escalera. Era un gran comedor, la mayor parte de las mesas ya estaban ocupadas por criaturas de lo más variopintas. Lucía no tuvo tiempo de observarlas con atención, porque una voz conocida reclamó su atención.

—He conseguido una mesa, baja aquí —les llamó Pichí.

John y Lucía se apresuraron a terminar de bajar las escaleras hasta reunirse con el pájaro, que estaba sentado en el respaldo de una silla de madera. Lucía ocupó un asiento junto a él y John se sentó enfrente.

—Ajax me ha dicho que la cena estará lista pronto —anunció el pájaro.

—¿Qué vamos a cenar? —preguntó Lucía con curiosidad.

—Es sorpresa —dijo John con una sonrisa misteriosa—. En la Posada Maldita no hay menú, te sirven lo que creen que te gustaría más, tras observarte mientras te sientas o pides habitación. Pero todo está siempre delicioso, no te preocupes.

—Después de esta noche, ¿por dónde continuaremos? —inquirió Lucía.

—Mañana nos quedaremos en Puerto Férreo, y podrás investigar por ti misma el puerto —dijo Pichí mientras alzaba la vista para ver cuánto tardaba su comida en llegar—. Pasado mañana empezaremos con el viaje.

—¿Dónde dormiré? En la seis solo había una cama —recordó Lucía.

—Ajax te ha dejado preparada la del hada —respondió John.

—¿La del hada?

—La morada, la del hada, la cuatro, como la quieras llamar, es la misma.

—¿La habitación cuatro es la del hada dibujada? —indagó Lucía.

—Sí.

—¿Por qué tienen esos dibujos? —preguntó la chica.

—Según me contó Ajax, su abuelo, que era el propietario antes que su padre y que él, cuando abrió la posada, sus diez primeros clientes fueron: un gnomo, un elfo, un trol, un hada, un unicornio, un centauro, un fernis, una sirena, un homopoda y otro minotauro. El color de cada puerta coincide con el color favorito de cada uno de los clientes.

—Conozco lo que son todas las criaturas, excepto el fernis y el homopoda —comentó Lucía.

—Los fernis son una civilización que vive en el desierto helado. Son, como tú dirías, cabeza de perro, torso de humano y patas de caballo. Son famosos por sus castillos de arena, que pueden llegar a medir hasta doscientos metros de altura —le explicó John.

—¡Doscientos metros! ¿Un castillo de arena? —exclamó Lucía, sorprendida.

—Sí, ellos son expertos. Teniendo en cuenta que casi todo el material que poseen es arena, han aprendido a manejarla con gran destreza. Por otro lado, los homopoda son una mezcla entre pulpo y humano. Su cara está compuesta por tentáculos, y uno de sus brazos, ya sea el derecho o el izquierdo, también es un tentáculo. Y, a diferencia de nosotros, ellos no tienen nariz. Viven en las islas alrededor de Bedavenano, y la única manera de llegar a ellas es a bordo de sus imponentes barcos.

La conversación se vio interrumpida cuando un camarero llegó con platos rebosantes de comida, que colocó cuidadosamente en la mesa. Sobre la mesa se presentaban unos platos tan extraños que desafiaban cualquier norma culinaria. Un misterioso festín se revelaba ante Lucía, una amalgama de sabores y texturas que invitaba a la curiosidad, aunque también generaba un cierto sentimiento desagradable.

Lucía examinó el contenido de los platos con gesto dubitativo. Cada uno de ellos estaba repleto de comida de diferentes tipos, colores y texturas, todos pinchos con palillos de madera. Pero le fue imposible identificar su origen. Ni siquiera habría podido decir si se trataba de carne, pescado o verduras. Aunque pensó que, probablemente, no quería saberlo.

—¡Mira! —dijo Pichí emocionado—. No puedes negar que son frescos.

Lucía se fijó en el pincho que señalaba, y su estómago se revolvió al ver que la carne (o lo que fuera) se agitaba débilmente. Sacudió la cabeza, tratando de olvidar lo que acababa de ver.

Lucía decidió probarlo todo, ya que habían sido cocinados exclusivamente para ellos, aunque evitaba deliberadamente los que aún se movían un poco. Todo estaba delicioso, pero se rehusó a preguntar por los ingredientes, solo por si acaso.

Al acabar, John le entregó la llave de la habitación. Lucía, ya muy cansada, la aceptó con gusto y subió hacia su habitación.

Al entrar, la habitación de la posada se presentó como un rincón acogedor, iluminado por una lámpara de mesa alimentada por el calor de una vela. El suelo, cubierto por una alfombra desgastada, emitía un ligero crujido con cada paso. La cama, de madera maciza y sábanas del mismo tono que la puerta, ocupaba el lateral derecho de la estancia. Un pequeño escritorio de roble se situaba junto a la pequeña ventana circular. El silencio de la habitación solo era interrumpido por el suave murmullo del comedor. A Lucía no le costó mucho conciliar el sueño, a pesar del pequeño tamaño de la cama.

Despertó con unos toques en la puerta y un balido de John, a quien le abrió la puerta, cansada.

—Pichí y yo ya hemos desayunado —la informó el Ovino—. Tu desayuno está en la mesa catorce. Vamos a ir al faro, explora libremente, nos vemos aquí a las nueve —se despidió con una sonrisa.

—Está bien, hasta luego —dijo Lucía, cansada, saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí, en busca de un baño.

Cuando lo encontró, Lucía se aseó un poco antes de bajar al comedor. Como había dicho John, un desayuno extravagante la esperaba en la mesa catorce. Una torre de tortitas azules aguardaba ser desayunada por la niña. Cuando terminó, le dio las gracias a Ajax por el desayuno y salió de la posada, cargada con su mochila morada.




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