El paisaje tras las puertas era un irregular camino entre las rocas grisáceas de la cordillera. El trayecto por aquella ruta no era muy cómodo, el carruaje no cesaba de dar botes, haciendo que todo y todos los que se hallaban dentro rebotaran entre las cuatro paredes de la carroza. Lucía, cada vez más mareada, empezó a sentir náuseas. Cuando pensaba que ya no iba a aguantar más, el carruaje paró de dar saltos y empezó a desplazarse por un sendero de tierra llano. Al cabo de unos minutos, Lucía se atrevió a mirar por las ventanas del carruaje, apartando las cortinas a un lado. El paisaje había cambiado del mar de Puerto Férreo y las rocas de la cordillera, a un camino rodeado por grandes árboles finos, como palillos de dientes, que acababan en una densa mata de hojas de los colores del arcoíris y pequeñas frutas redondas violáceas.
—¿Cómo es posible que estos árboles se mantengan erguidos? Son tan… finos —preguntó Lucía.
—No lo sé —respondió John, que aún lucía un tono verdoso, indicando que no se había recuperado del camino rocoso—. Supongo que será por sus grandes raíces. Son tan grandes como este carruaje; la cama de la habitación seis de la Posada Maldita está hecha con una de ellas.
—¿Y esos frutos? ¿Son comestibles? —inquirió Lucía.
—Sí, de hecho, están deliciosos, pero hay que prepararlos antes de comerlos. Se tienen que guardar en la savia de estos mismos árboles, durante unos diez días. Y luego se tienen que asar al fuego.
—¿Tanto tiempo por un fruto?
—Merece la pena el proceso, te lo aseguro. Un momento —dijo John, sacando la cabeza por la ventana. Estiró los brazos hasta alcanzar un par de aquellos frutos y volvió a sentarse en el interior del carruaje—. Lo podremos preparar en el cuartel y así lo podrás probar.
—¿Cómo se llaman?
—Cirúpulas.
El carruaje avanzaba con un suave balanceo por el nuevo camino serpenteante que conducía hacia las praderas de los centauros. El sol, alumbrando desde el cielo, anunciaba que todavía era temprano; habían salido muy temprano del puerto y tenían previsto llegar a las praderas a mediodía. Mientras el paisaje cambiaba constantemente fuera de la ventana, la ausencia de encuentros se volvía palpable. El bosque de aquellos extraños árboles finos se fue volviendo cada vez más denso mientras las ruedas crujían suavemente sobre el camino. El único acompañante constante era el sonido rítmico de los cascos de la pareja de ciervos albinos que tiraban del carruaje.
Las horas pasaron en tranquilidad, con el sol trazando su curso en el cielo. Lucía, perdida en sus pensamientos, miraba el paisaje que cambiaba lentamente ante ella. Pensaba en su madre, que estaba en Madrid preguntándose cómo estaría su hija, y no podía evitar pensar en su padre. Ahora entendía por qué no tenían ninguna foto de él en casa, por qué su madre siempre evitaba hablar de él y por qué nadie más le conocía. Porque él era un elfo que vivía en Bedavenano.
John disfrutaba de la calma de aquel camino, mientras hojeaba un libro de coberturas antiguas, y Pichí había caído dormido con el suave traqueteo del carruaje.
Finalmente, el carruaje se deslizó hacia un claro en el bosque, revelando unas grandes praderas que se extendían hasta el horizonte. Vislumbraron las siluetas de grupos de centauros aquí y allá, también animales silvestres correteando y un par de caprinos charlando a lo lejos.
El carruaje se deslizaba suavemente sobre la hierba. Pequeñas flores salpicaban el suelo creando grupos y patrones de colores vivos, rodeados de grandes grupos de pequeñas mariposas que se alimentaban de su néctar. La luz del sol que se filtraba a través de las hojas de los árboles se reflejaba en los arroyos que cruzaban las pequeñas colinas, creando brillantes destellos sobre el agua cristalina.
No tuvieron ningún contacto con nadie hasta llegar donde un grupo de centauros charlaban bajo la sombra de un árbol.
—¡Vaya! Pero si es nuestro Ovino favorito —dijo uno de los centauros con un tono de sarcasmo cuando el carruaje paró ante ellos—. Justamente han pasado un par de caprinos hace un rato buscando por ti.
—¿Y qué les habéis dicho, Arion? —preguntó el fauno bajando del carruaje, acompañado por Lucía; Pichí seguía dormido.
—Pues que seguramente te habían matado ya, por ser tan osado —le respondió Arion, mirándole desafiante.
Entonces ambos estallaron en carcajadas, rompiendo el ambiente tenso que se había creado.
—Disculpad —intervino Lucía—. ¿Entonces sois amigos o os lleváis mal?
—No somos amigos, elfa, somos mejores amigos —respondió Arion, echando un vistazo dentro del carruaje—. Lo digo ahora que Pichí está dormido y no se enfada.
—Nos gusta saludarnos así, simplemente —dijo John, dándole un codazo amistoso al centauro.
—Sois muy raros, lo sabéis, ¿no?
—Claro, pero eso es lo que nos hace interesantes. ¿Es ella? —preguntó, señalando a Lucía. John y él se habían cruzado un poco antes de que el Ovino fuese a Puerto Férreo y le había comentado que iría a buscar a la hija de Julia.
—Sí. Te presento a Idril.
—Un placer, Idril —dijo Arion tendiéndole la mano.
—Encantada —le correspondió el saludo.
—Bueno, lamento no poder quedarme más tiempo, pero tenemos que llegar al cuartel esta noche —se disculpó John.
—Lo entiendo, espero verte pronto.
—Por cierto —le comentó antes de subir al carruaje de nuevo—, ¿qué querían esos caprinos? Les hemos visto antes.
—No lo sé, solo nos han dicho que te buscaban. Será mejor que os deis prisa en llegar, creo que son espías del nocturno.
Preocupados, volvieron a subir al carruaje y, mientras la oruga lo ponía de nuevo en marcha, se despidieron de los centauros. John se veía visiblemente alterado y le pidió a la oruga que acelerara la marcha. En cuanto lo hizo, el sonido rápido de los cascos de los ciervos se volvió insoportable, y el carruaje comenzó a moverse con mucha rapidez. En pocos segundos, el señor Wilson despertó alarmado, tratando de ubicarse.